Roma había sometido a Cartago y conquistado todo aquel territorio que había hallado a su alcance. Los combatientes regresaban a casa como héroes, con un buen botín y condecorados con brazales, lanzas de honor y bandas al cuello y en la frente. A su llegada se procedía a la ceremonia llamada triunfo, en honor al general que volvía victorioso.
Desde comienzos de la República hasta la caída del Imperio Romano, el triunfo era considerado como la cúspide de la gloria militar. Los soldados desfilaban tras el carro triunfal del comandante en jefe, cantando canciones y batiendo palmas a través de una ciudad engalanada para la ocasión. El desfile empezaba en el Campo de Marte, donde el general vencedor pasaba la noche con sus tropas para luego entrar en la ciudad por una puerta especial de las murallas llamada Porta Triumphalis. Continuaba por el Foro Boario, el mercado central; pasaba ante el templo de Hércules, al que se hacía una ligera reverencia como dios protector que era, y luego cruzaba el Circo Máximo, enfilaba la Vía Sacra por el Foro Romano y finalmente ascendía la colina del Capitolio hasta el templo de Júpiter. El cortejo se detenía al pie de la escalinata, y el general, acompañado de su escolta de lictores, entraba con ellos en el templo para ofrecer sus laureles, significando con ello que no tenía intención de convertirse en rey de Roma. El triunfo era así una ceremonia civil y un rito religioso al mismo tiempo.
A lo largo de todo el recorrido la muchedumbre se agolpaba para contemplar el desfile y arrojar flores al paso del cortejo. Las estatuas aparecían adornadas, ardía incienso en los altares y las puertas de los templos se abrían de par en par. Encabezaban el cortejo cónsules y senadores; tras ellos iban los cornetas. Pero el grupo más espectacular era el tercero: numerosos siervos llevaban las piezas más importantes del botín y las mostraban al pueblo: oro, plata, armas, estatuas, valiosas ánforas, tesoros de los templos, animales exóticos y carteles que representaban con nombres y dibujos las fortalezas y lugares conquistados, los ríos y montañas, los enemigos derrotados y las batallas que libraron. Detrás venían los sacerdotes con un buey blanco destinado al sacrificio, y finalmente también los rehenes; los príncipes o generales vencidos eran expuestos a la curiosidad popular. Con motivo del desfile se los sacaba de la cárcel Mamertina, donde permanecían encarcelados a la espera de la celebración. Llegado el momento, el destino de los más importantes era ser estrangulados.
Por fin llegaba el carro del triunfador, alrededor del cual bailaban acróbatas y juglares, se recitaban poemas épicos y los músicos tocaban la lira. Los bufones dedicaban versos burlescos, un rito muy antiguo con el que se pretendía recordar al vencedor la fugacidad de la gloria. Estas burlas eran muy apreciadas, pues resultaban muy cómicas al pueblo.
El triunfador vestía una túnica púrpura y dorada, se pintaba la cara de rojo y se coronaba de laurel. Hacía el recorrido en una cuadriga adornada de oro, marfil y piedras preciosas, acompañado por un esclavo que sostenía una corona de oro sobre su cabeza y le recordaba la formula: Respice post te, hominem te esse memento (“mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre”). El general sostenía en la mano derecha una rama de laurel y en la otra un cetro de marfil o de oro. Para protegerse contra el mal, llevaba un anillo de hierro y un amuleto llamado bulla alrededor del cuello.
Detrás venía su familia, y finalmente desfilaban los miles de soldados desarmados, portando ramas de olivo y gritando: “Io, triumpe!, y la jornada terminaba con un gran banquete costeado por el propio triunfador, que no solía escatimar gastos. Todo el pueblo participaba en la fiesta. Era habitual en tales ocasiones que el público disfrutara de sangrientos combates en el Coliseo, donde los gladiadores combatían con el mismo ardor que si se encontraran sobre el campo de batalla.
Había un tipo de triunfo de menor importancia. Era la llamada ovatio. En ella el general entraba a caballo o a pie, llevaba una toga con borde púrpura y una corona de mirto. No portaba cetro. El espectáculo era menos brillante, y constituía una especie de premio de consolación para aquellos cuyas victorias no habían sido tan grandes como para serles concedido un triunfo.
Durante la República generalmente era el senado quien decidía si una victoria era merecedora de un triunfo. Se requería que no fuera sobre romanos ni sobre esclavos, sino en lucha contra poderosos enemigos extranjeros. El comandante debía dar muerte al menos a 5000 de ellos. Entonces recibía el título de Imperator, siendo aclamado como tal por sus tropas. La aclamación era condición previa para poder solicitar un triunfo del senado. Además tenía que ser un magistrado electo (dictador, cónsul o pretor) y “traer al ejército a casa”, significando con ello que la guerra había terminado.
Tras ser proclamado Imperator, el general tenía derecho a utilizar el título detrás de su nombre hasta que llegara su triunfo. Una vez celebrada la ceremonia, renunciaba a su título y a su Imperium, pero podía ser llamado durante el resto de su vida vir triumphalis, es decir, hombre honrado con un triunfo. Después de su muerte era representado en los funerales de sus descendientes por un actor contratado para la ocasión. Este llevaba su Imago o máscara de la muerte, e iba vestido con la túnica púrpura y oro.
Puesto que el triunfo era el objetivo de muchos militares con grandes ambiciones políticas, por constituir una enorme propaganda, la historia de la República está repleta de casos en los que se sobornaba a las legiones para que proclamaran Imperator a su comandante
Posteriormente, durante la época del Imperio, la ceremonia del triunfo quedó reservada al emperador y su familia. Solo él podía llevar el título de Imperator y todas las victorias eran del emperador, puesto que se consideraba que los generales simplemente actuaban a sus órdenes, incluso cuando no se ponía personalmente al frente del ejército.
El último triunfo romano correspondió en realidad a los méritos del general Estilicón, pero fue el emperador niño Honorio quien recibió los honores, haciendo su entrada en Roma en el carro de la victoria para dirigirse hacia el Capitolio entre los gritos de la muchedumbre.