Trabajo de Roma clásica

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Breve Historia de Atenas

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Pompeya

http://youtu.be/HNPWekL9Xw0

 

 

 

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Obeliscos

Aunque el transporte de obeliscos contemporáneo suponga un gran despliegue de medios técnicos, son muy pocos los que se han realizado en la edad moderna y contemporánea en comparación con los realizados durante el Imperio Romano. Durante el Imperio, la relación de Roma y Egipto era en algunas ocasiones tensa, en otras amigable y en muchos casos, Roma actuaba como dominadora implacable, disponiendo de un Imperio, que sin haber sido conquistado expoliaba de manera indiscriminada. Se tiene constancia de hasta 8 obeliscos genuinamente egipcios traídos por el Imperio a la ciudad de Roma, aunque muchos otros fueron trasladados. Dentro del resto se catalogan 5 que fueron comprados por gente adinerada del Imperio o que fueron copiados de otros que habían llegado a Roma con otros fines. Las copias solína realizarse en Egipto, de manera que su traslado era idéntico al de los orginales. Los obeliscos egipcios traídos por los romanos, siguen en pie en Roma, aunque no en sus posiciones originales.

El traslado de los obeliscos a Roma, se hacía por mar, a través del Mediterráneo, en grandes barcos, de cubierta muy amplia. Las descripciones de estos grandes barcos, fueron recogidas por los historiadores de la época como Ammianua Marcellinus (330-393) o Plinio el Viejo (23-79). Estas construcciones destinadas al transporte de obeliscos se hacían a imagen de los barcos de carga egipcios, más bajos, y pensados para el transporte de piedra a través del Nilo desde las canteras. En la tumba del Faraón Una en Saqqara, pueden verse representaciones de dichos barcos, que llevaban piedra u obeliscos.

Los barcos eran una estructura compleja, formada a partir de tres “semibarcos”, solían tener una cubierta rectangular, de 5m de ancho y 37m de largo. Se colocaban dos barcos en paralelo, y en medio se ataba longitudinalmente el obelisco. EL tercer barco se colocaba en el frente, se ataba a los otros dos barcos. EL tercer barco se utilizaba para asegurar el atado de los dos primeros barcos y proporcionar una tercera nave dotada de remos, multiplicando notablemente la fuerza disponible para mover el conjunto.

Los obeliscos más notables trasladados por el Imperio Romano son los siguientes:

El obelisco de la plaza de San Juan de Letrán, el más alto de los que se encuentran en la ciudad de Roma, pertenecía al templo de Amón en Karnak, y fue traído desde Alejandría en el año 357 junto con otro obelisco de menor importancia bajo el mandato de Constantino II. El obelisco formaba parte del conjunto ornamental de la espina del Circo Máximo hasta la caída del Imperio romano, en que el vandalismo y el abandono lo dejó olvidado. En 1587 es restaurado, ya que se había partido en tres piezas, por iniciativa del Papa Sixto V, quien ordena su colocación en el entorno del Palacio de San Juan de Letrán, eliminando la estatua ecuestre de Marco Aurelio que es trasladada a la plaza del Capitolio diseñada por Miguel Ángel.

Obelisco de San Pedro

El obelisco de San Pedro, se encontraba en el Forum Iulium, en Alejandría, y su construcción fue ordenada por Cornelius Gallus, bajo mandato del emperador Augusto en el año 30a.C. Aproximadamente sesenta años más tarde es trasladado por el emperador Calígula a Roma, para formar parte de la espina del que luego pasó a llamarse circo de Nerón (su construcción se había iniciado en tiempos del emperador Calígula), que se encontraba en el actual Vaticano. Al tratarse de un obelisco relativamente moderno, construido en tiempos romanos, no tiene jeroglíficos. En la edad media, se le colocó el orbe que lo remata en la punta. Unos siglos más tarde fue trasladado al centro de la plaza de San pero por orden del Papa Sixto V y bajo el diseño del arquitecto Domenico Fontana.

Obelisco, Plaza del Popolo
El obelisco de la Plaza del Poppolo, se encontraba en Heliópolis, actual El Cairo, y fue traído a Roma por el Emperador Augusto en el año 10a.C, al igual que el obelisco de San Juan de Letrán formaba parte de la espina del circo Máximo. Encontrado al mismo tiempo que el obelisco de San Juan de Letrán, éste estaba partido en dos piezas, el Papa Sixto V, ordenó su traslado a la plaza del Poppolo en 1587, la base y el resto de ornamentación fueron añadidos en 1818.

Circo Massimo
El obelisco de la Plaza de Montecitorio, también se encontraba en Heliópolis, fue traído igualmente a Roma en el año 10a.C. Este obelisco formaba parte del célebre Gnomon, un reloj solar situado en el Campo de Marte. Redescubierto por el Papa Pio VI, fue trasladado a la plaza del Palacio de Montecitorio en 1792.

El obelisco Macuteo, se encontraba en el templo de Ra, en Heliópolis. Fue tramsladado a Roma, al templo de Isis. Descubierto en 1373 cerca de San Macuto, fue trasladado a las inmediaciones de la iglesia de Santa María in Aracoeli en el capitolio. En 1711 el Papa Clemente IX decide moverlo a la plaza del Panteón, y colocarlo como remate a la fuente diseñada por Filipo Barigioni.

El obelisco de Santa María Sopra Minerva, fue traído a Roma desde Heliópolis, junto con su gemelo, que se encuentra en los jardines del Boboli en Florencia. Colocado originalmente ante el templo de Isis en el foro romano, es trasladado en 1883 cerca de la estación de Termini, y trasladado nuevamente a los baños de Diocleciano en 1924.

El obelisco Matteiano, pertenecía al templo de Ra en Heliópolis: Gemelo del obelisco macuteo fue colocado ante el templo de Santa María Sopra Minerva, y en el siglo XIV trasladado al capitolio. En el siglo XVI fue trasladado a Villa Celimonata. Destrozado, fue hallado en 1820 y montado de nuevo.

El obelisco de la Piazza Navona, es una copia encargada por el emperador Domiciano del obelisco que se encontraba ante el templo de Serapis. Trasladado desde Egipto, formaba parte de la espina del Circo Maxentius. El marqués de Arundel, compró la pieza en 1630 y ordenó cortarla en cuatro aprtes para ser llevada a Londres, sin emabrgo, Urbano VIII prohibió tal transacción. Desde 1651 forma parte de la Fontana de los cuatro ríos de Bernini.

El obelisco de la plaza del Quirinal se encontraba a la derecha de la entrada del Mausoleo de Augusto, y era el gemelo del obelisco del Esquilino. Encontrado en 1527, se trata de una copia de un original egipcio. En 1786 el Papa Pio VI manda colocarlo en la colina del Quirinal cerca de las estatuas de los Dioscuros (pertenecientes a los Baños de Constantino).

Obelisco, Circo Angoalis

El obelisco de la Plaza del Esquilino o de Santa María la Maggiore, era el obelisco gemelo del que se encuentra en el Quirinal. Igualmente una copia, fue encontrado en el año 1527 y trasladado por orden del Papa Sixto V a la trasera de la basílica de Santa María la Maggiore.

Obelisco egipcios, Norden

El obelisco de la Plaza de España, es una copia hecha en la época de Marco Aurelio, del obelisco Flaminio que se encuentra en la Piazza del Popolo. Fue trasladado a la plaza de San Juan de Letrán, donde permaneció unos alños, pero en horizontal, en 1789, fue trasladado a su ubicación actual en la coronación de los pasos españoles.

El obelisco del monte Pinciano, fue encargado por el emperador Adriano y colocado en Tivoli ante la tumba de su amante, Antinous. Elagabalus decide trasladarlo a Roma, para decorar la espina del Circo Variano. Al ser encontrado en el siglo XVI, en Porta Maggiore, es llevado al Palazzo barberini, y más tarde el Papa Clemente XIV ordena su traslado al Vaticano. Finalmente en 1822 el papa Pío VII ordena su colocación en el monte Pinciano.

Además de los obeliscos egipcios, también hay un obelisco de origen etíope en Roma, el obelisco de Axum colocado en la Porta Capena y trasladado de la misma forma que los obeliscos egipcios, pero en 1937, durante la ocupación de las tropas italianas. En Mayo de 2002 le impactó un rayo, fue desmontado restaurado y devuelto a Etiopía en Abril de 2005.

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Primo Levi

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El Día D

 

«Cuesta trabajo creer que en pocas horas empezará la invasión a través del canal. Me siento muy inquieto ante esta operación. En el mejor de los casos el resultado quedará muy, muy lejos de las expectativas de la mayor parte de la gente, esto es, de aquellos que no tienen ni idea de las dificultades que entraña. En el peor de los casos quizá acabe siendo el desastre más espantoso de toda la guerra».

Alan Brooke, mariscal de campo británico, 5 de junio de 1944

 

Se ha escrito mucho sobre el Día D, el desembarco más famoso de la Historia. La Operación Overlord ha cautivado a lectores de narrativa histórica de todos los pelajes y colores. El cine nos ha mostrado su cara más cruda como, por ejemplo, en Salvar al soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg. Se han publicado infinidad de libros y artículos sobre el tema. Y ahora, en este 2009, nos llega El Día D. La batalla de Normandía, de Antony Beevor(Crítica), un libro con voluntad de ser referente y que, sin duda alguna, lo será.

Ya en 1959 se publicó un libro que, en su tiempo, quedó fijado en el imaginario colectivo, El día más largo, que dio pie a la película del mismo nombre de 1962. En 1982, John Keegan publicó un estudio con más fuentes y que durante los últimos 25 años se ha convertido en una obra de referencia: Six Armies in Normandy (traducción española, Seis ejércitos en Normandía. Del Día D a la liberación de París, Ariel, 2008). Poco después, Max Hastings publicó Overlord, otro libro esencial. En 1995, Stephen Ambrose, biógrafo «oficial» de Dwight IkeEisenhower, publicó D-Day, June 6, 1944: The Climactic Battle of World War II(traducción española, El Día D. La batalla culminante de la Segunda Guerra Mundial, Salvat, 2002/Inédita, 2009). Resumiendo títulos, que hay más, el lector medio podía preguntarse si había algo más que contar acerca del Día D. Y desde luego lo hay.

No creo que a estas alturas deba presentar al autor, Antony Beevor (véase suweb de diseño imposible o, para el lector en español, la relación de libros publicados por Crítica. Decir, nada más, que Beevor se ha convertido ya en un referente con sus libros sobre StalingradoBerlín. La caída: 1945 o La guerra civil española, combinando erudición, dinamismo, agilidad y amenidad en sus libros. Personalmente, siempre me ha gustado eso de Beevor: consigue que una disertación bélica no se convierta en un farragoso rollo.

El Día D de Beevor no es un libro que se centre exclusivamente en el desembarco, a diferencia de la monografía de Ambrose, por ejemplo. No se dedica a los preparativos ni hace un estudio pormenorizado y al máximo detalle de los desembarcos en las diversas playas –de oeste a este, Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword–; a partir de la página 190 (y el texto tiene 650), el libro va más allá: a grandes rasgos, se disecciona la conquista de Normandía y el camino hacia París, los acontecimientos que se desarrollan entre el 6 de junio y el 25 de agosto de 1944. Ni más ni menos. De este modo, una vez aseguradas las cabezas de playa, seguimos a los ejércitos norteamericano y británico-canadiense; los primeros, hacia Saint-Lô, la conquista de la península de Cotentin y el camino hacia Bretaña; los segundos, hacia Caen, Falaise y el camino a París. Un París que Eisenhower tenía pensado pasar de largo, para dirigirse a la frontera alemana. Pero los acontecimientos fueron cambiando, semana a semana, en función de los resultados militares, y la apuesta por París –la carrera que Patton y Montgomery, con los franceses de De Gaulle y Leclerc uniéndose casi al final– fue ganando enteros a partir de mediados de agosto.

Uno se podría preguntar: «pero esto, ¿no lo explicó ya Keegan hace tiempo?». La siguiente pregunta que nos planeamos muchos en consecuencia es «¿por qué, entonces, otro libro sobre el Día D?». Una primera respuesta a ambas preguntas podría ser, en boca del propio Beevor, que el Día D fue «una liberación que no fue feliz». Y yendo más allá, tal y como se publicó en una entrevista en el suplementoBabelia de El País el pasado sábado 5 de septiembre:

«Tenemos que enfrentarnos a la terrible paradoja de que una democracia en una guerra puede llegar a matar a muchos civiles, porque la presión de la prensa y el Parlamento en casa para reducir las bajas puede forzar a los comandantes a utilizar mayor potencia en los bombardeos. Y eso es lo que sucedió en Francia. Churchill estaba muy preocupado por este tema porque decía que los franceses les iban a odiar y trataba de convencer a los responsables de los ataques aéreos para que intentasen mantener bajo el número de víctimas, que llegaron a ser 15.000 antes de la invasión. Y durante la batalla subieron más todavía. No sé cómo van a reaccionar los lectores estadounidenses ante el dato de que en el Día D murieron muchos más civiles franceses que soldados británicos y estadounidenses. Debo decir que a mí me chocó porque todos tenemos mitificado el Día D, pero cuando uno descubre las víctimas de la batalla de Normandía es terrible. Eso no minusvalora la valentía de los soldados o la importancia de la batalla. Se montó un escándalo porque utilicé la palabra crimen de guerra para describir el bombardeo de Caen y hay que ser muy cuidadoso con esta expresión, lo que dije es que estaba cerca del crimen de guerra. Pero lo que es cierto es que el bombardeo no consiguió nada y fue estúpido desde el punto de vista militar porque si quieres capturar una ciudad rápidamente no deberías destrozarla. Y sólo hubo bajas entre los civiles.»

Esta es una de las primeras reflexiones y conclusiones a las que se llega tras la lectura del libro. Beevor, además, nos responde a la pregunta acerca de por qué otro libro sobre el Día D con el hecho de que se ofrecen nueva documentación, nuevos materiales de archivo (por ejemplo, los archivos del Memorial de Caén; una documentación a la que ni Keegan ni Hastings tuvieron acceso hace 25 años. Como el propio Beevor afirma en la entrevista citada, «escribo historia de una forma completamente diferente de Max [Hastings], estoy más interesado en entender cómo era el combate desde la mirada de los soldados que en describir la batalla desde un punto de vista estratégico. Otro de mis objetivos era explicar por qué Normandía es diferente de lo que la gente suele pensar». Uno podría aducir que ya Ambrose hizo un uso extensivo de la «mirada de los soldados», con sus entrevistas a soldados estadounidenses.

Pero, lo cierto es que en su libro Beevor va más allá. No esconde las ejecuciones brutales de soldados alemanes, prisioneros de guerra; no elude matanzas durante y después del desembarco, así como los bombardeos de ciudades, donde los civiles franceses pagaron, en mayor medida, las consecuencias. Caen fue bombardeada a conciencia y con consciencia: en agosto de 1944 apenas quedaban en pie 8.000 casas en una ciudad que tenía más de 60.000 habitantes antes del desembarco. Tras la contraofensiva alemana en Mortain (6-12 de agosto), «el centro de la población era apenas un montón de ruinas, entre las cuales sólo quedaban en pie algunas paredes y chimeneas. La mayor parte de aquella destrucción se había producido el día antes de la liberación. De modo casi increíble, el jefe del Estado Mayor de la 30ª División dijo: “Quiero que Mortain sea arrasada… Demoledlo todo durante la noche, quemadlo todo para que no quede nada vivo”. Esta inocente población francesa había sido destruida en un terrible ataque de rencor» (p. 528). Hasta ahora, la imagen que se nos había quedado en la retina era la de las barbaridades alemanas, que se produjeron con repugnante repetición.

Los civiles fueron la principal víctima como consecuencia de las diversas operaciones de los aliados y los alemanes. En las ciudades los bombardeos eran constantes e indiscriminados y en el campo las granjas eran saqueadas y sus habitantes obligados a una rápida evacuación. «Recuerdo una escena conmovedora que nos emocionó a todos», evocaba un oficial de un batallón químico estadounidense, «pasó por delante de nuestra posición una familia que llevaba el cuerpo de un niño tendido encima de una puerta. No sabíamos cómo había muerto. El dolor pintado en los rostros de aquella familia inocente nos afectó a todos e hizo que nos emocionáramos por los habitantes de la comarca y lo que debían de estar pasando» (p. 369): Sin embargo, esta emoción no impidió que a lo largo de los meses de junio, julio y agosto las directrices de Eisenhower, Bradley, Montgomery y Tedder fueran las de avanzar a pesar y en contra de todo. Aunque, desde el avance de una columna de la 3ª División Acorazada llegando a Avranches (la puerta de Bretaña), Ernest Hemingway escribiera a su futura esposa Mary Welsh, hablándole de la «vida muy alegre y divertida [que llevaba], llena de muertos, botines de alemanes, un sinfín de tiros, un sinfín de peleas, setos, pequeñas colinas, caminos polvorientos, paisajes verdes, campos de trigo, vacas muertas, caballos muertos, tanques, cañones de 88 mm, Kraftwagen, y chicos americanos muertos» (p. 470).

El sufrimiento de los civiles franceses estaba contemplado por los capitostes aliados, aunque no previeron un alcance tan extenso: «El cruel martirio de Normandía había servido efectivamente para salvar al resto de Francia. No obstante, el debate sobre el excesivo número de víctimas de los bombardeos y la artillería de los aliados está condenado a seguir vivo. En total perecieron 19.890 civiles en Francia durante la liberación de Normandía, y el número de heridos graves fue mucho mayor. A estas cifras hay que añadir los 15.000 muertos y los 19.000 heridos de los primeros meses de 1944, durante el bombardeo preparatorio de la Operación Overlord. Los 70.000 civiles muertos en Francia por la acción de los aliados en el curso de la guerra son motivo de honda reflexión, y más si tenemos en cuenta que esta cifra excede el número total de víctimas británicas a causa de los bombardeos alemanes» (pp. 649-650). Y no sólo los bombardeos: «sólo en el departamento de Calvados, 76.000 personas habían perdido sus casas y prácticamente todas sus pertenencias. El saqueo y daño innecesario llevados a cabo por los soldados aliados sólo vinieron a añadir más amargura en el mar de fuertes emociones mezcladas que muchos sintieron con la llegada de la liberación. Algunos murmuraban que habían recibido mejor trato de los alemanes» (p. 650)

La «batalla de Normandía» fue feroz para los civiles franceses, pero también para los combatientes. Y, en palabras de Beevor, «a pesar de los irónicos comentarios de la propaganda soviética […] fue sin duda comparable a la librada en el frente oriental. Durante los tres meses de aquel verano, la Wehermacht sufrió casi 240.000 bajas y perdió otros 200.000 hombres que cayeron en manos de los aliados. El XXI Grupo de Ejército de británicos, canadienses y polacos tuvo 83.045 bajas, y los americanos, 125.847. Además, las fuerzas aéreas aliadas perdieron a 16.714 hombres entre muertos y desaparecidos» (p. 653). ¿Dónde está la gloria, se preguntará más de uno?

Los enfrentamientos en el seno de los dos rivales en liza también son elocuentemente mostrados en el libro. Entre los alemanes, la disparidad entre la irrealidad de Hitler, que apenas veía más allá de sus mapas en el Berghof bávaro o en la «Guarida delLobo» en Prusia Oriental, y los suplicantes mensajes de Von Rustendt, Rommel o Von Kluge, que veían que el teatro de operaciones en Normandía se hundía irremediablemente. Entre los aliados, la paciencia infinita de un Eisenhower frente al ego desmedido y los fracasos de Montgomery, la excesiva prudencia de Bradley y, cómo no, el componente dartagnesco de Patton; recién llegado a Francia el 4 de julio, Patton dirigió una arenga a sus soldados con su inefable estilo: «Me siento orgulloso de estar aquí para luchar a vuestro lado. Ahora, cortémosles los huevos a esos alemanes y vámonos a Berlín de una puta vez. Y cuando lleguemos a Berlín, yo mismo voy a pegar un tiro a ese empapelador hijo de puta, como si fuera una serpientes» (p. 357). Como dice el propio Beevor, «Patton y Eusenhower no podían ser más distintos, desde luego».

Beevor no ahorra críticas contra Montgomery, responsable del primer fracaso en tomar Caen, del llamado «Monte Calvario» y de la Operación Totalize en la bolsa de Falaise. Las disputas con los comandantes británicos (y con algunos británicos) fueron feroces y constantes. Su egocentrismo y su equiparación a Marlborough y Wellington, posiblemente sin tanto talento militar como estos dos, era ridículo, según Beevor. «Él solo prácticamente había conseguido en Normandía que la mayoría de los altos oficiales americanos se convirtieran en antibritánicos en el momento preciso en el que el poder de Gran Bretaña caía en picado. Así pues, su comportamiento constituyó un desastre diplomático de primera magnitud» (pp. 653-654). Tampoco debemos olvidar las diferencias con De Gaulle y los dirigentes de la Francia Libre. De sobrases conocida la inquina de Roosevelt contra De Gaulle, cuyo autoproclamado Gobierno Provisional dio órdenes de que no fuera reconocido mientras durase la guerra. A ello añadimos que, una vez liberada París, De Gaulle menospreció públicamente la inmensa ayuda de los aliados para que se produjera tal liberación; algo que incluso en este 2009, el presidente francés Sarkozy ha dejado patente en los festejos del 65º aniversario de la liberación de la capital gala.

Por todos estos motivos, y muchos más (que dejo a la lectura atenta de los interesados en el tema), el libro de Beevor se convierte en un libro de referencia obligada. Añadamos la prosa dinámica del autor, con ese estilo tan particular, logrando que el devenir de las diversas operaciones militares no se convierta en una carrera llena de obstáculos para el lector. El libro se acompaña de numerosos y necesarios mapas. Se echa de menos, para aquellos que no somos especialistas en historia militar, un cuadro con la estructura de los ejércitos (véase también enCuristoria). El propio Beevor remite a su web para una tabla de equivalencia de rangos entre los diversos ejércitos en liza. Pero, como crítica importante, se echa en falta un prólogo. Beevor empieza el libro prácticamente con el desembarco, pero no ofrece al lector unas páginas de por qué se ha dedicado, en este 2009, a publicar un libro sobre el Día D. Indirectamente y en otros medios, como ya he comentado antes, se encuentran pistas acerca de qué ofrece de nuevo este libro, pero no en el propio libro. Un prólogo de tal calibre creo que habría redondeado aún más un libro cuya recomendación es obligatoria.

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