Estamos acostumbrados a ver el efecto letal de los drones cuando se utilizan con fines militares. Los telediarios están llenos de imágenes tremendas, de los efectos devastadores de los malignos artefactos, hasta el punto de que identificamos ya el sustantivo con su uso mortífero, como si ya hubieran dejado de existir los robots teledirigidos en otros muchos ámbitos de la vida (ya dediqué, en este blog, una entrada al Da Vinci cirujano a distancia).
Por otro lado, los científicos están hartos de sufrir las críticas de la gran industria (y del público, en general) sobre la falta de aplicaciones prácticas que tiene la investigación básica.
En este contexto, haber conseguido introducir en el cuerpo de un animal miles de robots infinitamente pequeños para solucionar lesiones de difícil o imposible acceso, guiándoles desde el exterior hasta el lugar en cuestión, nos llena de esperanza y de grandes expectativas. Y es que la ciencia de la miniaturización ha alcanzado unos niveles impresionantes. El microsubmarino de «Viaje Alucinante» se ha convertido en artefactos 20 veces más pequeños que un glóbulo rojo. Y lo más importante, que esto ya no es ciencia-ficción.