Para los que somos del Madrid y vivimos el histórico triunfo del Barça de la temporada 74-75 (uno que les habla, dinosaurio de muchas cosas, estaba en el campo aquel día), es difícil olvidar la magnética forma de jugar que tenía don Johan. Su manera de llevar el balón pegado al pie, sus fulminantes cambios de ritmo, su agilidad felina para saltar las piernas de los defensas, su inteligencia y su visión de juego, y su personalidad en el campo (mandaba más que el árbitro) le hicieron inolvidable como jugador. Sus títulos con el Ajax lo dicen todo (tres veces Campeón de Europa, tres Botas de Oro).
Como entrenador, fue el más aventajado discípulo del «fútbol total» que patentó Rinus Mitchels con la selección holandesa (una «naranja mecánica» que bordaba el fútbol), en una generación de «jugones» que se retiró sin ningún título importante. Cruiff, como entrenador del Barcelona, si consiguió el entorchado continental (el que rompió la «maldición azulgrana» y dio comienzo al esplendor actual).
Su importancia en la historia del fútbol, y no solo en la historia de mi equipo rival, es capital. Rebelde y dicharachero, siempre dijo e hizo (dentro y fuera del campo), lo que quiso, y dejo huella por su fino y socarrón sentido del humor y por lo fácil que veía el juego.
Hoy descansa en el Olimpo de los Dioses, compartiendo la reducida mesa en la que solo se sientan los más grandes: Di Stéfano y Pelé.
Ahí os dejo con el recital del Barça en el Bernabéu, aquella infausta noche en la que 95.000 almas aguantamos hasta el final (apenas se fueron 5.000, y apuesto a que solo por evitar el atasco) para sacar los pañuelos en honor a los vencedores. Evidentemente, eran otros tiempos.
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