Posiblemente sea injusto que en el país que presume, y con razón, de tener todos los récords de donaciones y de trasplantes de órganos del mundo mundial, este señor sea (haya sido) un gran desconocido.
Ha muerto, a los 88 años de edad, James Harrison, con esa cara de bueno (la foto es de hace 7 años, del día de su última donación) con la que paseó su generosidad toda su vida.
El «hombre del brazo de oro», como le llamaban en la Cruz Roja australiana, comenzó a donar plasma en 1954, cuando tenía 18 años y mantuvo esa costumbre hasta los 80 años, edad a la que legalmente ya no está permitido.
Solo por esa trayectoria ya merecería un premio de la prestigiosa ONG o de su ciudad natal, como ciudadano ejemplar, pero es que su sangre, además, era valiosísima, pues poseía anticuerpos anti-D, decisivos en el tratamiento de la incompatibilidad Rh. En esta enfermedad, una mujer Rh- (que tiene anticuerpos anti-Rh producidos por un embarazo previo) provoca la destrucción de los hematíes del segundo niño (si éste es Rh+). Sobre todo al final (período en el que hay un gran contacto entre las sangre de madre y feto), el destrozo de los glóbulos rojos del futuro vástago puede ser letal y, cuando no lo es, el recién nacido puede nacer con graves malformaciones.
Los anticuerpos anti-D bloquean la proteína «extraña» en los hematíes del feto y así el sistema inmunitario de la madre no la detecta, lo que impide que los destruya con sus propios anticuerpos. En fin, cosa que parece ininteligible, pero que, si queréis, os explica el siguiente artículo.
Volviendo a James Harrison, hay que decir que en el 2005 fue reconocido como el mayor donante de sangre del mundo, con 1173 extracciones realizadas («padecidas», porque tenía miedo a las agujas). Ese número es espectacular, pero mucho más lo es el cálculo de los médicos (pediatras y hematólogos): unos 2,4 millones de bebés han logrado sobrevivir gracias a la sangre de este hombre extraordinario.
Una muerte plácida, mientras dormía, en una residencia de ancianos de Sidney, se antoja magro premio para su inmensa labor. Descanse en paz, persona buena y generosa.
Cuando los grandes del cine clásico desaparecieron (el último, Kirk Douglas), los cinéfilos nos agarramos a los que habían sido nuestro ídolos cuando éramos quinceañeros: Dustin Hoffman, Al Pacino, Robert de Niro, Jack Nicholson …
Hackman quizás no formara parte de ese escogido grupo de dioses consagrados, puede que por una carrera no tan espectacular como la de ellos, pero siempre mantuvo unas cualidades interpretativas, sin ningún género de dudas, superlativas.
Muerto en lamentables circunstancias, en estado de abandono, parece ser que no se enteró (tenía demencia) del fallecimiento de su mujer, días antes. El actor californiano, de 95 años, retirado del cine desde hace 20 años, había encontrado, en la escritura, la afición perfecta para un jubilado famoso.
Debutó tarde en el cine, a los 30 años, y fue gracias a un Warren Beatty ya consagrado que consiguió su primer rol importante, en «Bonnie and Clyde» (Arthur Penn, 1967). Beatty le había conocido en «Lilith» (Robert Rossen, 1961).
La fama, sin embargo, no le llegó hasta 1971 con su «Popeye» Doyle, el policía violento y racista de «The French Connection». La película, dirigida por William Friedkin, fue galardonada con 5 oscars (entre ellos, el de mejor película) y supuso su primera estatuilla. Ahí tenéis el vídeo de la famosa escena, rodada en Nueva York, del coche que persigue al metro.
Después de este thriller, se hartó de trabajar, y, en los siguientes años protagonizaría inolvidables títulos, como «La aventura del Poseidón» (Ronald Neame, 1972), para mi gusto, la mejor película de catástrofes de la historia (¡que no se me enfaden los fans de «Titanic»!), «Muerde la bala» (Richard Brooks, 1975), que supuso su primera incursión en el western, y «La conversación» (Francis Ford Coppola, 1974), en un extraordinario trabajo, dando vida a un extraño y meticuloso experto en escuchas telefónicas. El film obtuvo el Gran Premio en el Festival de Cannes. Ahí están dos vídeos más: el primero es un documental en el podemos oír al actor describiendo pormenores del rodaje (se aconseja seleccionar los subtítulos en español y quitar los ingleses). En el segundo, Harry Caul soporta como el traductor automático de subtítulos destroza el castellano (casi mejor no configurarlos).
El cine de superhéroes le reservó también un papel. Hizo de Lex Luthor (el malo oficial de la franquicia), en «Superman» (Richard Donner, 1978). Él y Marlon Brando fueron los reclamos en taquilla, pues Christopher Reeve era desconocido, y Margott Kidder, casi. Repetiría en «Supermán II» (Richard Lester, 1980).
Años después, en «Arde Mississippi» (Alan Parker, 1988), dio vida a un policía honrado y socarrón que investiga la desaparición de tres activistas por los derechos civiles en el profundo sur. Un rol, por cierto, que recuerda al que hizo Sidney Poitier en «En el calor de la noche» (ver entrada dedicada a Norman Jewison).
Del resto de su carrera tengo que destacar 2 obras de Clint Eastwood (como sabéis, correcto actor, extraordinario director): «Sin perdón» (1992), obra maestra del western, y uno de los mejores de la historia (con permiso de John Ford), y «Poder absoluto» (1997), notable thriller, en el que interpreta a un corrupto y machista (¿os suena de algo?) presidente americano. Termino con vídeos de ambas. Sirvan de despedida a un inolvidable Gene Hackman.
Como buen aficionado a la ciencia ficción, estoy enganchado a «The Expanse», la estupenda serie de Prime Vídeo. El eje central de la trama (lo que los cinéfilos llamamos el «macguffin») es la existencia de la denominada «protomolécula», un arma de destrucción masiva que puede cambiar el destino del universo.
La similitud terminológica no es el único punto de contacto entre el «novelón» televisivo y el experimento que nos ocupa. Algún científico habla ya de la posibilidad de encontrar esas «protocélulas» en otros planetas.
Pero vayamos por partes. Desde hace muchos años se ha convertido en habitual, entre los químicos más bien, pero también entre los biólogos, el término «caldo primordial», que define a una mezcla de agua, nitrógeno, metano y amoniaco que, sometida a descargas eléctricas, produce nucleótidos esenciales para la formación de las proteínas (Stanley Miller, 1953).
Hasta ahí, todo bien. Pero el tema ahora ha cambiado, y de manera exponencial. En San Sebastián, un equipo liderado por el geólogo español Juan Manuel García Ruiz (Sevilla, 71 años), en el que ha colaborado su colega alemán Christian Jenewein, ha localizado, reeditando el experimento de Miller (cambiando solo, al parecer, el material del recipiente original, que era de vidrio, por el teflón) unas estructuras, como vesículas (ver imagen de arriba)), que encierran los elementos fundamentales.
Pero nos surgen las dudas (que también tienen, por cierto, los autores del estudio): ¿Se pueden considerar seres vivos a esos ladrillos? ¿Son solamente productos químicos? ¿Dónde estaría el límite, es decir, cuál sería el origen de la vida?
Los creacionistas hablarían de los límites entre lo divino y lo humano. Los científicos argumentan ahora que las diferencias entre la vida y la «no vida» es cada vez más imprecisa. Los seres vivos son células, pero la química que las origina, que da lugar a la aparición de los aminoácidos no es vida (al menos, no todavía).
¿Es arriesgado denominarlas «protocélulas»? Pues hombre, teniendo en cuenta que el británico Robert Hooke ha pasado a la historia de la ciencia como el «descubridor de las células» (por identificar, en 1665, lo que no eran sino celdas que habían encerrado células) , bien se puede hablar en esos novedoso términos sin temor a que la posteridad nos excomulgue.
Y, por supuesto, la connotación del potencial destructor de la ficticia «protomolécula», queda descartada. Y fuera películas. De momento, je, je.
Haz clic aquí, para acceder a un completo artículo sobre el tema.
La historia de esta mujer es para escribir una película, y no el cortometraje con el que Rafa Arroyo (1989, Ciudad Real) competirá en los próximos premios Goya.
Jubilada, de 71 años, acogía en su casa a mujeres maltratadas, quizás para superar su propio traumático pasado. Un día resolvió rebelarse contra las terribles circunstancias de los chavales subsaharianos a los que daba clase de español en el parque. Un grupo de ellos pasó, de dormir en la calle, a convertirse en inquilinos «todo gratis» en su casa. Mientras seguía con sus lecciones, les iba gestionando papeles y hasta les conseguía trabajo.
Los siguientes pasos fueron la fundación de la ONG «Somos Acogida», que se hizo famosa en el barrio de Hortaleza, y, desbordada por el éxito de su iniciativa, el traslado a su casa natal de La Puebla de Almoradiel (Toledo), donde la organización cuenta con el apoyo de los vecinos y el Ayuntamiento.
Por la Asociación ya han pasado decenas de chicos que, de no tener un futuro, han convertido su vida en esperanza.
Os pongo un artículo de un periódico de Castilla- La Mancha, en el que podéis acceder al tráiler del documental (haciendo clic aquí), una entrevista con la singular protagonista de esta entrada (haciendo clic aquí) y el acceso a la página web de la ONG (haciendo clic aquí).
Si no hubiera visto hace poco en el teatro Español de Madrid una versión de «Luces de Bohemia» no se me hubiera ocurrido ese título. A los «esperpentos» de Valle Inclán, poco se les puede discutir. Tampoco voy a ponerme a criticar , en general, la filantropía. Ya lo hacen muchos en las redes. Es una práctica aceptable y ética, una muestra de generosidad de quienes tienen mucho dinero, y, a veces, buenas ideas también para gastar algunos duros. Por supuesto es, además, una hábil maniobra de ingeniería financiera y una operación de marketing magnífica, que mejora estratosféricamente la imagen de la empresa o el individuo protagonista.
Un paciente, a punto de ser «abducido»
Una máquina de protonterapia es un complicado artilugio de tratamiento contra el cáncer, el último grito en las técnicas de radioterapia. La maldita enfermedad, cada vez más cercada por las nuevas tecnologías, como el PET (Tomografía por Emisión de Positrones) que diagnostica tumores a nivel celular, o estos mismos aparatos, que lanzan protones contra los tumores.
Y ahora viene lo del «esperpento filantrópico». El problema es que toda esta parafernalia es carísima. Amancio Ortega, hombre estupendo donde los haya (nadie duda de su buena voluntad) ha donado nada menos que 10 de estos aparatos (cada uno vale unos 28 millones de euros) a la Sanidad Pública española, sin tener en cuenta que no hay profesionales con la formación precisa para su manejo. Y no es cuestión decidir si el dinero estaría mejor gastado en la construcción de un hospital en Gaza o en el suministro de maquinaria pesada para las zonas afectadas por la DANA en Valencia, porque una cosa no quita las otras. A todos nos consta que el empresario gallego está implicado en muchas otras obras benéficas, pero ello no es óbice para denunciar el grave problema de formación de los médicos en las nuevas tecnologías, ejemplo donde los haya de las tremendas servidumbres de la medicina patria, sanitarios admirables luchando por salvar un sistema que se les escapa.
No hablaré, de momento, de las graves carencias de médicos en muchas especialidades o del afán privatizador de algunos políticos. De momento.
Asombrado y entusiasmado salí hace unos días de Teatro de Rojas, en Toledo, tras asistir al espectáculo de este indescriptible grupo canadiense (que lleva ya 20 años en escena, aunque por estos pagos es bastante desconocido). Os aseguro que, a pesar de haber ido a muchos conciertos, no había visto nunca nada igual.
El montaje, titulado «Playing Tom Waits» quiere ser un homenaje al cantautor (y apreciable actor) norteamericano, que, con su voz de ultratumba, tiene escritas (e interpretadas, aunque esto es opinable), unas cuantas páginas excelsas de blues y soul. Pero eso no es más que una excusa, porque el «circo» que se montan en escena los seis integrantes actuales de esta peculiar orquesta es un delirante caos «organizado» repleto de imaginación y con un desbordante humor.
Desde luego, la «performance» tiene mucho de «Les Luthiers», con instrumentos caseros y procedentes del reciclaje, menos sofisticados y «académicos» que los fabricados por los geniales argentinos, pero con un toque más de locura, como si el síndrome de Diógenes se hubiera apoderado del «tablao». Se aportan, además, elementos musicales de grupos como Pentatonix y sus poderosas armonías vocales. Si a ello añadimos que las dos chicas y los cuatro chicos son todos verdaderos multiinstrumentistas, además de estupendos actores, la fiesta está servida.
El siguiente vídeo es un resumen de lo que sucede en el espectáculo. Se tocan inusitados objetos, se emplean alimentos variados como instrumentos (¡espaguetis!), se consumen mandarinas o chocolate (y líquidos por identificar) y se aporrea sin piedad cualquier tipo de material (incluso humano) con cacerolas, sartenes o martillos, además de sorprender (aún más) al público con el lanzamiento de confetis, serpentinas, papel higiénico o madejas de lana.
Ni que decir tiene que, en este espectáculo concreto, varios de los integrantes del conjunto «clavan» la voz y la forma desgarrada de cantar de Tom Waits, como habéis podido comprobar.
Y para terminar, un extracto de «Kitchen Chicken», un tema en el que suenan (al fin), voces «puras» en el show
Muy divertido y recomendable espectáculo. Para todos los amantes de la música, y del humor, en general. Genial e inclasificable.
Hace tiempo que no escribía de baloncesto, pero lo sucedido al final de la primera prórroga del partido Eslovaquia- España, de clasificación para el Campeonato de Europa, ha hecho que me vea en la imperiosa necesidad de hacerlo. Cierto que, en este sentido, es decisivo mi pasado como árbitro.
Está meridianamente claro que se necesitan al menos 8 décimas de segundo para anotar una canasta después de recibir el balón. Por supuesto, ese tiempo incluye el agarre del balón en buena posición y el tiro, después de apuntar mínimamente. Obviamente, no estoy hablando de un palmeo (eso solo requeriría una décima).
Quedaban 4 décimas. España perdía por tres puntos. En el momento que refleja la foto, el jugador español ha tocado ya el balón para interceptarlo. Mario Ihring ha sacado torpemente (a pesar de ese fallo, se marcó un partidazo), y el reloj marca 0,3 segundos cuando Yusta se dispone a tirar (puede verse arriba, en rojo) . Al salir el esférico de su mano, un instante después, el crono marca 1 décima. El mecanismo automático del reloj denuncia el final del partido, al hacer sonar la bocina. Los árbitros anulan la canasta, que ha entrado de manera inverosímil (no es ocioso citar que 6 segundo antes, con España perdiendo de 6, Santi Yusta había «clavado» otro triple disparatado desde 10 metros). Poco después, tras la revisión, no pueden hacer otra cosa que dar por buenos los tres puntos, pues las imágenes son irrefutables. Y los equipos se disponen a jugar una segunda prórroga (que daría la victoria a España).
Ahora veamos el vídeo completo de la jugada.
El comentarista inglés no da crédito a lo sucedido. Pero… ¿qué es lo que ha sucedido? Un impenitente forofo no tendría dudas: gran error del jugador eslovaco y acto heroico del de Scariolo.
Señores, hay una cosa que para mí es indudable: con 4 décimas por jugar, a Yusta le da tiempo a cortar el balón, que cae al suelo, a cogerlo, y a tirar. Pero para eso hace falta, al menos, el doble de tiempo. El individuo del crono pone el reloj en marcha mucho después de tocar el balón nuestro héroe. Por lo menos, 5 décimas después. Lo suficiente para tirar y encestar, si se tiene suerte.
El fallo del cronometrador es de primero de cursillo de anotadores, al no darle al botón cuando toca el jugador español. Y es un fallo no corregible por los árbitros, que solo tienen como prueba las imágenes del reloj oficial. Eslovaquia puede quedar eliminada del Europeo por un fallo humano, pero no de uno de sus jugadores.
El deporte fue injusto, esta vez, con el equipo centroeuropeo. Porque la tecnología dictaminó que la canasta fue válida, y no era posible certificar que había habido un fallo humano.
Un cáncer de páncreas ha derrotado, a los 94 años, al gran Quincy Jones. Músico, productor, director de orquesta e individuo comprometido con numerosas causas sociales, el alma de la música negra desde los años 60, con una carrera irrepetible, ha sido idolatrado por el público y la crítica de todo el mundo, que le han reconocido como una de las personas más influyentes en la música (y fuera de ella) desde la segunda mitad del siglo XX.
Quincy Jones músico
Aunque siempre ha reconocido que su principal influencia ha sido Ray Charles, durante sus años jóvenes tocó la trompeta (de manera notable) en orquestas de jazz, como la del vibrafonista Lionel Hampton o la del saxofonista Dizzie Gillespie. Como músico de estudio, llegó a colaborar en la grabación de algunos de los discos de Elvis Prestley.
A final de los 50 formó su propia banda de jazz y en los 60 estuvo en Europa, aprovechando su estancia en París para estudiar composición y teoría musical (con Nadia Boulanger y Oliver Messiaen). También colaboró, años después, con Miles Davis y con su admirado Ray Charles.
Quincy Jones productor
Su tremenda carrera como productor comienza con Leslie Gore, con la que consigue varios éxitos. Como seguro que de nombre no os suena, ahí tenéis su «It’s my party»
Durante esos años trabaja, también con grandes resultados, con Frank Sinatra y con Count Basie. También es muy solicitado como arreglista, con gente muy notoria, como Ella Fitzgerald, Peggy Lee, Nana Mouskouri, Sarah Vaughan o Dinah Washington. Sin embargo, su gran bombazo no llega hasta 1979: produce «Of the wall», de Michael Jackson, que vende 20 millones de copias. Repite con el de Indiana con «Thriller» (1981), que bate todos los récords (65 millones de copias), y vuelve a insistir con «Bad» (1987), que se queda en solo 45 millones de discos vendidos.
Pero antes de la última colaboración con el menor de los Jackson, consigue la proeza de reunir a todas las grandes figuras de la música pop para recaudar fondos contra la hambruna en Etiopía. Sorprendido, según reconoció después, de la gran afluencia de divos, consiguió que grabaran «We are the World». No voy a ponerme a enumerar, os dejo con ellos:
De su trabajo como «hacedor» de «hits» se podría hablar durante horas. Hay dos vídeos que sí quiero que veáis (los de Michael a solas están muy vistos, conformaos con la foto). El primero es de George Benson, su famoso «Give me the night». El segundo, de Paul McCartney, acompañado de un individuo que no caigo ahora en quién es.
Quincy Jones compositor
No contento con trabajar como arreglista, director de orquesta y productor, cuando se aburría se dedicaba a componer bandas sonoras para el cine. La lista de sus películas es asombrosa, pero las más famosas son : «En el calor de la noche», «A sangre fría», «The Wiz» o «El color púrpura». Van 2. En el segundo vídeo, una chica y un espantapájaros se dirigen, en amigable armonía, hacia un camino de baldosas amarillas.
Quincy Jones activista social
También en este terreno su labor fue incansable. En los 60 apoyó a Martin Luther King. En los 70 y los 80 encabezó la lucha contra el hambre en el tercer mundo (que culminó en el «We are the World»). Se asoció en varias obras filantrópicas, durante muchos años, con Bono, el cantante de U2 y se ha destacado, asimismo en la lucha contra el síndrome de Down y en el apoyo a las víctimas del Katrina.
Buen productor, buen músico y buena persona. Te echaremos de menos.
Joe Bonamassa (arriba) y Jack Broadbent (abajo), con sus instrumentos de trabajo.
Introducción
Hoy va la cosa de virtuosos de la guitarra. todos de rabiosa actualidad, porque han pasado recientemente por nuestro país. Todos son muy recomendables y, por si no les conocéis, os pongo piezas escogidas. Uno de mediana edad, dos jóvenes y dos ancianos que se mantienen en forma
Joe Bonamassa
(el consagrado)
Neoyorkino, nacido en 1977, puede ser considerado, sin exagerar lo más mínimo, como el número 1 actualmente entre los guitarras de blues y blues-rock. Hablo, por supuesto, de los que están en activo (Eric Clapton sigue vivo). Ávido de aprender de los grandes, ya de joven figuró de telonero de BB. King y en sus discos acometía sin pudor versiones de Muddy Waters, Jeff Beck, Buddy Guy o Cream. Es notoria su facilidad para meterse en todos los charcos y salir triunfante. Además de dar charlas sobre blues en los colegios, son memorables sus colaboraciones con el mismísimo Clapton o sus conciertos con la grandísima cantante Beth Hart. Participa, eventualmente, además, en el supergrupo Black Country Communion (en el que canta Glenn Hugues, ex Deep Purple).
Os pongo 2 temas suyos. El primero fue el éxito inicial de su carrera, «A new day yesterday». El segundo, un duelo de guitarras con el también extraordinario Eric Gales. Todo, a ritmo de blues
Jack Broadbent
(el perro verde)
Francamente, confieso que nunca había visto nada igual. La «steel-guitar» es ese instrumento que parece un vibráfono, o más bien una especie de mesa con cuerdas donde se toca con púa y una cejilla. Pero este elemento sobrenatural, británico de 36 años, toca con una guitarra sobre sus piernas usando ¡una petaca metálica vacía!
Criado musicalmente en la calle, sus actuaciones en directo son incendiarias, llenas de ritmo y energía, elevando el blues-rock a una categoría superlativa.
Aquí tenéis un par de temas y, aunque canta bien, lo más impactante es verle en acción. El primero es «On the road again» de Canned Heat, en el Festival de Jazz de Montreux. El segundo, «Black Magic Woman», de Fleetwood Mac (tema que hizo popular Santana)
Marcus King
(el niño prodigio)
La jovencísima estrella de más rabiosa actualidad es este sureño norteamericano de 28 años, amante de la música blues y del country. Entre sus influencias cita a los Allmann Brothers y a BB. King (de quien es un excelso imitador). Su facilidad para tocar es asombrosa, y recuerda al mismísimo Jimi Hendrix. Además de componer y cantar de maravilla, toca todos los palos, desde los dos estilos citados hasta el rock, el jazz, el swing o lo que le echen. Un fenómeno.
Os pongo 2 vídeos. El primero es asombroso, porque, francamente, cuando se pone a puntear sin dignarse a mirar los trastes entras en estado de hipnosis (probad si os atrevéis). El segundo es un tema de BB. King, «Sweet Little Angel» (la guitarra no se llama «Lucille» de milagro)
Robben Ford
(el pedigrí)
Este ya es otro tema. Con 73 años (de la quinta de Bruce), este californiano tiene mucho historia detrás. Tocó en sus años mozos con Miles Davis (eso da pedigrí de músico de jazz), Joni Mitchell y George Harrison. Improvisa y canta muy bien, y con solo una guitarra y un magistral manejo de los pedales consigue sacar los sonidos de casi todos los instrumentos de cuerda. Os pongo 2 temas.
Steve Hackett
(la nostalgia)
Como veis, he dejado las «viejas glorias» para el postre. Genesis fue mi debilidad juvenil (me confieso «sinfónico» de toda la vida), y haber estado en el antiguo Pabellón del Real Madrid viendo «The Lamb lies down on Broadway», con Peter Gabriel y toda esa peña, me da una autoridad moral de la que muchos carecen (je, je, je). Ahí estaba ya Mr. Hackett.
De 74 años, el londinense no solo se dedica a vivir de recuerdos, pues en sus conciertos, además de revivir a Genesis, toca muchos de los temas de su posterior carrera en solitario. Uno de ellos es tremendo, con un crescendo final apoteósico: «Shadow of the hierophant». El otro es el impagable «Supper’s ready», de Genesis (observad al cantante, «clava» a Peter Gabriel). Ahí los tenéis. Ah, y perdonad la larga duración de ambos temas, pero se trata de verdaderas sinfonías con todas las de la ley (y no de esas tontunas del jazz o el blues, je, je, je)
Estamos acostumbrados a ver el efecto letal de los drones cuando se utilizan con fines militares. Los telediarios están llenos de imágenes tremendas, de los efectos devastadores de los malignos artefactos, hasta el punto de que identificamos ya el sustantivo con su uso mortífero, como si ya hubieran dejado de existir los robots teledirigidos en otros muchos ámbitos de la vida (ya dediqué, en este blog, una entrada al Da Vinci cirujano a distancia).
Por otro lado, los científicos están hartos de sufrir las críticas de la gran industria (y del público, en general) sobre la falta de aplicaciones prácticas que tiene la investigación básica.
En este contexto, haber conseguido introducir en el cuerpo de un animal miles de robots infinitamente pequeños para solucionar lesiones de difícil o imposible acceso, guiándoles desde el exterior hasta el lugar en cuestión, nos llena de esperanza y de grandes expectativas. Y es que la ciencia de la miniaturización ha alcanzado unos niveles impresionantes. El microsubmarino de «Viaje Alucinante» se ha convertido en artefactos 20 veces más pequeños que un glóbulo rojo. Y lo más importante, que esto ya no es ciencia-ficción.