La corrupción, el paro, la precariedad laboral, la desafección política, la violencia machista… Los españoles tienen ya demasiadas razones para el enfado o, al menos, la preocupación. Sin embargo, hay determinados problemas que marcarán el futuro del país y que pasan más desapercibidos tanto en los debates políticos como en las tertulias de sobremesa. Nos referimos a los que tienen que ver con la demografía: el envejecimiento de la población, la bajísima tasa de natalidad y la despoblación imparable del interior rural de la península.
En el año 2015, por primera vez desde que se tienen datos, el número de defunciones fue superior al de nacimientos. Según el Centro de Estudios Demográficos, la tendencia se mantendrá en los próximos años. España es el 12º país del mundo en el que menos bebés nacen, nueve por cada 1.000 habitantes, y está entre las 15 naciones más viejas del globo (la edad media es de 42,7 años). Son datos que alarman.
El país convertido en desierto
Mientras que para la gente que vive en las grandes ciudades puede resultar más difícil apreciar esta realidad, los residentes de los pequeños municipios son testigos diarios de un envejecimiento que se convierte en despoblación si nos referimos a ese vasto territorio que ocupa el interior peninsular y en el que tan solo hay tres ciudades de más de 200.000 habitantes: Madrid, Zaragoza y Valladolid.
Es en esta España en donde empiezan los problemas demográficos del país, en esos miles de pueblos que, desde los años cincuenta, se vacían sin remedio a lo largo de toda Castilla, Extremadura, La Rioja y Aragón, pero también en el interior de Galicia, Asturias, Cantabria, Cataluña, Comunidad Valenciana, Murcia y Andalucía. Es La España vacía, que Sergio del Molino describe con tanto acierto en su aplaudido ensayo.
La despoblación de un porcentaje enorme del territorio español -esa especie de rosquilla que queda entre Madrid y las zonas costeras- es algo que los medios de comunicación ya se han encargado de visualizar a través de noticias de pueblos abandonados en venta y entrevistas a vecinos que tienen que conducir 50 kilómetros para ir al banco. Sin embargo, siguen sin aparecer soluciones a la desertización humana de nuestra geografía.
Más allá del drama sociológico, los problemas para los ciudadanos de estas regiones se multiplican: la dispersión territorial hace que el gasto por habitante se dispare, haciendo más cara la prestación de los servicios públicos básicos. La inversión privada huye y el crecimiento económico se desploma, así como la creación de puestos de trabajo, lo que provoca que los jóvenes sin un proyecto de vida construido se unan al éxodo. Al final, ante la ausencia de un plan gubernamental verdaderamente ambicioso que lo solucione, la ruina y el abandono es el futuro inevitable de cientos de pueblos.
Javier Santacruz, economista del IEB y natural de un pequeño municipio toledano, deja claro que el problema de la despoblación está relacionado con «la falta de oportunidades», pero no con la falta de inversión pública: «El modelo económico que se ha adoptado es inviable. Aunque se ha gastado mucho dinero en infraestructuras, el campo sigue sin ser rentable. Las subvenciones hunden los precios de origen y se hace imposible sostener las rentas», explica. Santacruz pide que la Administración no subvencione nuevos modelos económicos que luego no son viables, sino que ayude a la actividad ya existente: «Hay que dejar que la industria que hay, la que sea, se desarrolle. La despoblación se frena con un marco favorable», argumenta.
Un modelo inviable
Mientras que la despoblación solo responde a unas zonas concretas del país, el envejecimiento es común a las naciones de nuestro entorno. Sin embargo, como indica el profesor José Luis Álvarez, de la Universidad de Navarra, «el fenómeno es más fuerte en España por la baja tasa de natalidad».
Pese a que ya mueren más españoles de los que nacen -995 nacimientos por cada 1.000 defunciones en 2015-, ni el Gobierno ni la oposición han presentado todavía un proyecto político lo suficientemente ambicioso como para cambiar una tendencia que, a la larga, puede alterar el equilibrio económico de España. El economista Javier Santacruz explica las consecuencias inmediatas del envejecimiento: «Provoca un aumento del gasto público en servicios sanitarios y en pensiones, tanto por número de pensionistas como por mayor esperanza de vida».
En los últimos meses, la sostenibilidad del sistema ocupó numerosos debates, ya que la oposición denuncia que el Gobierno de Mariano Rajoy ha vaciado el Fondo de Reserva de la Seguridad Social -solo quedan 15.000 de los 67.000 millones que llegó a haber en 2011-. Si a los problemas de financiación ya existentes añadimos los efectos del envejecimiento y del aumento de la esperanza de vida, puede asegurarse que la viabilidad de las pensiones públicas españolas no está asegurada.
La problemática es así de fácil: a menos nacimientos, y a más esperanza de vida, el porcentaje de jubilados aumenta. Esto provoca que una cada vez mayor población pensionista dependa de una cada vez menor población trabajadora. Esta tendencia genera riesgos inmediatos en la «productividad y en el sostenimiento de los servicios públicos», explica Santacruz.
En otras palabras, el endeudamiento y los impuestos tendrían que aumentar todavía más para poder atender la demanda de prestaciones sociales, lo que, junto a la reducción de la población activa, estancaría el crecimiento económico.