David Pilling cuestiona el análisis macroeconómico actual.
¿Quién es más feliz, un estresadísimo ejecutivo de Wall Street o un emigrante etíope que acaba de conseguir un trabajo más bien mal pagado en Europa? ¿Es más feliz una sociedad como la angoleña, cuya economía ha crecido a tasas del 10% a pesar de que la mayoría de sus habitantes vive en la extrema pobreza, o la griega, que acaba de finalizar ocho años de rescate financiero? No existe una respuesta sencilla a estas preguntas, dado lo complejo del concepto de felicidad. Sin embargo, tal vez el Producto Interior Bruto (PIB) no sea suficiente a la hora de valorar el bienestar de un país. Ésta es la tesis del periodista del Financial Times David Pilling en su último libro, El delirio del crecimiento (Taurus), que acaba de presentar en España.
«No creo que la felicidad pueda medirse cuantitativamente, pero merece la pena hacer una reflexión sobre ello», explica Pilling a EXPANSIÓN. «Sin duda, existe una relación entre el PIB y la felicidad, porque parece bastante claro que los ciudadanos de los países más pobres lo tienen más difícil para ser felices, pero no es una correlación exacta y directa. Si lo fuera, no tendría sentido medir la felicidad. Las personas necesitan lo básico: comida y un techo bajo el que resguardarse pero, sobre todo, la posibilidad de desarrollar su vida como quieran», indica.
Ese desarrollo, argumenta el autor, «requiere de una cierta base económica, no se puede lograr si eres muy pobre. Y esa base ciertamente se puede medir con el PIB, pero la economía es mucho más que eso». Según estudios citados en el libro, a partir de un cierto nivel de ingresos (entre los 15.000 y 20.000 dólares anuales), las valoraciones sobre la felicidad empiezan a ser muy dispares. «Algunos que tienen mucho dinero se declaran infelices, y algunos que son más pobres se dicen felices. Por ejemplo, esto último sucede en bastantes lugares de América Latina, mientras que en Europa ocurre lo primero», señala Pilling.
Objetos e intangibles
El autor sostiene que el PIB es una herramienta «útil pero limitada», ya que, por ejemplo, «no dice nada acerca de la salud de las personas o de cuántos años viven. Tampoco revela nada acerca del reparto de la riqueza o de cómo se crea ésta». Esto tal vez tenga que ver con que este índice se creó en los años 30, en plena época del desarrollo de las manufacturas, de forma que, como decían los economistas de entonces, servía para cuantificar «aquellas cosas que se nos pueden caer en un pie», pero no bienes intangibles.
Pilling pone el ejemplo de Japón, donde fue siete años corresponsal del diario británico. «Desde el punto de vista del PIB, la economía japonesa era oficialmente un desastre. Pero allí no se veía así el día a día. La idea de que se trataba una economía colapsada a mí me parecía ridícula. Por ejemplo, comparemos un tren japonés con uno inglés: el PIB sólo contabiliza los billetes vendidos. Sin embargo, el japonés, a diferencia del otro, está totalmente limpio y llega a una puntualidad exacta. Pero eso no queda reflejado en el PIB, y debería, porque gran parte de nuestra economía consiste en valores intangibles, sobre todo en esta era tecnológica». El periodista pone el ejemplo de la música: «Antes comprábamos discos y cintas, y ahora podemos escuchar música de forma ilimitada sin un soporte físico. Para mí eso es crecimiento, y sin embargo no lo recogen las estadísticas».
¿Y qué deben hacer los gobiernos para fomentar la felicidad ciudadana? Pilling cita al economista Richard Layard, que asegura que, por ejemplo, invertir en programas públicos de salud mental tiene una eficiencia entre 30 y 40 veces mayor que enfocarse en un reparto más igualitario de la riqueza».