Marx en el diván

La higiene mental entendida como higiene moral y racial. O en conceptos más actuales, la salud mental como resultado de la rectitud moral y la pureza racial… sean estos dos últimos conceptos lo que fueren. El franquismo comprendió que necesitaba un instrumento revestido de ciencia que sustentara su distinción del mundo entre buenos y malos. O, mejor, entre españoles católicos como Dios manda y antiespañoles rojos, marxistas y ateos. Y ese instrumento fue la psiquiatría. Los historiadores de la ciencia no dudan en considerar la psiquiatría franquista un género aparte, un arma infalible para el régimen. El grupo de malos era diverso: separatistas vascos y catalanes, milicianas, brigadistas, etc. No obstante, en aras de la simplicidad, una definición única era más útil: marxista (seguidor de Karl Marx, de quien este martes se cumplen 134 años de su muerte y 150 años de la publicación de su obra cumbre El Capital) definía con claridad a quien no era de fiar para el régimen. Bajo esa premisa, en las primeras décadas del franquismo se organizó un sistema psiquiátrico capaz de dar cobertura a esa necesidad.

La revista Dynamis, una publicación científica sobre historia de la medicina y la ciencia editada por la Universidad de Granada, hace en su último número un recorrido por la psicopatología franquista. Ricardo Campos y Ángel González de Pablos han coordinado Psiquiatría en el primer franquismo: saberes y prácticas para un Nuevo Estado, un trabajo que describe una psiquiatría que creció en paralelo al franquismo y, por tanto, adaptándose a él: ultraortodoxa en hispanidad y catolicismo hasta la década de los 50 y, desde ahí, virando hacia una cierta apertura e internacionalización que, sin perder algunos de sus rasgos originales, la hiciera más exportable.

La construcción del sistema arranca en 1938, aún en la Guerra Civil. Antonio Vallejo Nágera, psiquiatra y militar, jefe de los servicios psiquiátricos del ejército franquista pone en pie su experimento El psiquismo del fanatismo marxista. Lo cuenta Rafael Huertas, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en un estudio de hace algunos años. El proyecto buscaba encontrar las causas de la maldad en, concretamente, brigadistas internacionales, milicianas presas, “separatistas vascos y marxistas catalanistas”. Finalmente, Vallejo Nágera solo ofreció resultados de brigadistas y milicianas. El resultado fue el esperado: una gran mayoría mostraban “reacciones antisociales” como “antipatriotismo y antimilitarismo”. Con diagnósticos que servían de condena, Vallejo Nágera orientaba ya la psiquiatría de las siguientes décadas.

El ingreso de López Ibor (noveno por la izquierda) en la Real Academia de Medicina en 1951.
El ingreso de López Ibor (noveno por la izquierda) en la Real Academia de Medicina en 1951.

Ricardo Campos, científico del Instituto de Historia del CSIC, enumera los rasgos principales de la psiquiatría franquista: “Depuración de las personas y de las prácticas psiquiátricas anteriores, patologización del disidente político, oposición a las ideas extranjerizantes y, sobre todo, ultracatolicismo y defensa a ultranza de la hispanidad”. Y junto a Vallejo Nágera, el segundo factotum fue Juan José López Ibor. Ángel González de Pablo, profesor de Historia de la Ciencia de la Complutense de Madrid, explica que “López Ibor desarrolló una batería de conceptos muy significativos relacionados con el catolicismo, una especie de psicoterapia religiosa”, concluye González de Pablo.

Sin duda hubo internamientos en manicomios y prisión pero en general, la primera psiquiatría franquista no tuvo realmente un objetivo clínico, de tratamiento, sino que fue una construcción quasi-científica necesaria para un fin político mayor. Ese armazón científico fue, además, parte del éxito ya que los psiquiatras y sus teorías estaban dentro del aparato investigador y teórico del momento. Luego, algunas piruetas en el método científico les permitían alcanzar los resultados científicos buscados sin realmente serlo.

Los primeros años del franquismo fueron duros. Después, en la década de los cincuenta llega la necesidad de acercarse al mundo. El modelo psiquiátrico, como el régimen, sabe que debe actualizarse. Además, la idea de marxistas como antiespañoles llegados del infierno ya está firmemente instalada. Los psiquiatras franquistas comienzan a admitir a algunos disidentes y, sin perder ese aroma ultracatólico e hispánico, levantan un poco el pie. Ricardo Campos, especialista en historia de la psiquiatría, recuerda que un congreso que en Barcelona, en 1954, reunió a todos los psiquiatras relevantes del momento adoptó cambios importantes como que el término higiene mental se sustituye por salud mental o que se admite la posibilidad de que el psicoanálisis de Freud tenga algunas virtudes.

En España, definir a alguien como marxista ha tenido una connotación más allá del mero pensamiento ideológico. Hasta hace poco o quizá hasta hoy mismo, ha conllevado aparejado un aire de maldad, de peligrosidad o, cuando menos de sospecha. Ese fue el éxito de la psiquiatría franquista. Ahora sabemos que la realidad está en el subtítulo del libro que el historiador y psiquiatra Enrique González Duro publicó en 2008: Los psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos.

El sentido

Dr. Sean Carroll and Landon Rossen una exposición en  Los Angeles, California.rn rn
Dr. Sean Carroll and Landon Rossen una exposición en Los Angeles, California. JOHN SCIULLI / WIREIMAGE

Los psicólogos dicen que “el mundo no funciona con criterios de justicia” y que nuestra incapacidad para aceptar ese crudo y exacto enunciado lógico es el cimiento de todas nuestras depresiones, desequilibrios y psicosis. Es una idea interesante, que además explica buena parte del éxito de las religiones y del pensamiento irracional. La justicia que no se nos hace en este mundo nos será compensada con la vida eterna, con la reencarnación de las almas, con dos docenas de vírgenes. También explica los autobuses de pene y vulva, las muertes prematuras por el cáncer que no curó un farsante, las universidades que ofrecen homeopatía y naturopatía, las enzimas prodigiosas que nos engordan. Tenemos un buen problema que resolver ahí.

¿Por qué no nos dejamos guiar por la mejor ciencia disponible? Es fácil echar la culpa a la ignorancia científica de la población y esperar sentados a que se desasne, pero sospecho que ese enfoque no va a funcionar muy bien. Cuando a la gente le da por no leer mecánica cuántica, es que no hay manera de sacarles de su error. El asunto es importante, sin embargo, porque esa misma población desinformada, o incluso intoxicada por los hechos alternativos, es la que elige a nuestros gobernantes, saca de Europa a Reino Unido, inventa a Donald Trump y está votando en Holanda mientras escribo esto. ¿Qué hacemos?

Estoy devorando un libro del físico de CalTech Sean Carroll, El gran cuadro, recién publicado en español por Pasado & Presente. Carroll era conocido como físico y escritor de libros científicos, pero se revela aquí también como un pensador, un miembro de la tercera cultura (letras + ciencias), un nuevo nombre que añadir a una lista muy corta de cerebros abarcadores de nuestro tiempo. Carroll sabe, como su colega el premio Nobel Steven Weinberg, que la visión científica de la naturaleza “no es una forma obvia y predeterminada de pensar acerca del mundo”. A la humanidad le ha costado 100.000 años llegar a esa maquinaria racional de generar conocimiento y progreso. La ciencia no está en nuestros genes. Hay que ganársela con gran penalidad, inteligencia y creatividad. Con lo mejor que tenemos en este planeta triste.

El físico Carroll sabe que tener razón no basta, que la ciencia tiene que convencer también al lego y al votante, al intoxicado y al intoxicador, a las masas desinformadas y a quienes alimentan su pensamiento. La evidencia aplastante de que nuestra mente no es más que una colección de átomos no basta para sacar adelante un mundo en el que merezca la pena vivir.

La felicidad está en el Norte

El barrio del Palacio Real en Oslo en una imagen de archivo. Ampliar foto
El barrio del Palacio Real en Oslo en una imagen de archivo. Cordon Press

Los países del norte de Europa encabezan por quinto año consecutivo el Índice de felicidad publicado este lunes por el Programa de desarrollo de las Naciones Unidas (UNDP, en sus siglas en inglés) que desde abril de 2012 mide la calidad de la vida de los 150 países. Este año Noruega, sube al primer lugar dejando atrás por primera vez a Dinamarca, la patria de la filosofía hygge, con la que se suele identificar la actitud relajada que sería la clave de su bienestar. Los países que se encuentran a la cola son Burundi, Tanzania, y República Centroafricana. Si Europa es el continente más feliz, África resulta ser el más infeliz.

El informe combina seis variables: el producto interior bruto, las ayudas sociales, la esperanza de vida, la libertad, la generosidad y la falta de corrupción. Los primeros países del ranking (Noruega, Dinamarca, Islandia y Suiza, entre otros) tienen resultados excelentes en todos estos ámbitos y suman más de 7.000 puntos, marcando una diferencia de 3.000 con los que se encuentran a la cola. «La tumultuosa historia de África ha marcado diferencias sustanciales en la concepción del bienestar en los distintos países», se lee en el informe en el que Argelia y Libia destacan como países más felices del continente.

Estados Unidos y países como Alemania, Francia o España, se sitúan al principio de la lista (respectivamente en el lugar 14, 16, 31 y  34). Sin embargo, Estados Unidos ha registrado un empeoramiento general de 0,27 puntos en los seis indicadores. Los investigadores apuntan a que esto es debido a que la «crisis norteamericana»  no es «una crisis económica, sino una crisis social largamente conocida que no ha tenido una respuesta apropiada por parte de los Gobiernos». Si se compara el resultado estadounidense con los obtenidos en los cinco países escandinavos (Dinamarca, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega —que ha saltado de la cuarta posición a la primera con respecto al informe anterior—) emerge que EE UU tiene un peor resultado, pese a tener un PIB per cápita más alto (alrededor de 53.000 dólares frente a un 47.000, es decir: unos 50.000 euros frente a unos 43.000)

Noruega, el país más feliz del mundo

África, a la espera de la felicidad

Edita Hrdá, presidenta del UNDP, cargó en un reciente discurso contra la «tiranía del PIB», al explicar que la calidad del desarrollo es más importante que el crecimiento en sí. «Prestar más atención a la felicidad será una de las claves para un desarrollo sostenible«, recalcó según se lee en el informe de 184 páginas. Pese a desvincular la felicidad de la riqueza, los investigadores explican que los factores que se toman en cuenta tienen una relación con la riqueza de los países y, en el caso de África, explican los escasos resultados con la historia «atormentada» del continente, cuyo desarrollo económico no se ha asentado de manera uniforme.

«La narrativa del ‘crecimiento africano’ ha coincidido con la recesión económica global», se sigue leyendo en el informe que hace hincapié en que África ya no es conocida solo por las hambrunas prolongadas o los regímenes dictatoriales, sino por la ingente inversión de capital extranjero para el desarrollo de su economía. «En el nuevo milenio, por primera vez la inversión extranjera ha eclipsado la ayuda económica humanitaria». A partir de los años noventa, la democracia se ha ido extendiendo en el continente y hasta la fecha ha ido asentándose en la vasta mayoría de los 54 países del continente recogidos en el estudio.