Expansión.com 09/06/2015
‘La universidad vive al margen de las necesidades del mercado de trabajo’. Esta queja es ya un clásico que el Plan Bolonia busca erradicar. Sus frutos aún dejan qué desear, porque los cambios a los que obliga no son sólo de carácter estructural, también afectan al profesorado y a los alumnos.
En 1998, en La Sorbona, cuatro países firmaron un acuerdo de colaboración para armonizar los estudios superiores. Un año después ese pacto se extendió a 29 países en lo que se conoció como la declaración de Bolonia, y ahora ya son 48 los Estados adheridos a este plan. Un sistema que busca alinear la universidad con la vida empresarial y reformular el paradigma de los estudios superiores para facilitar la empleabilidad de los estudiantes. ¿Se está cumpliendo ese ambicioso deseo?
Vincular la universidad con el mercado de trabajo ha sido una de las demandas históricas de las empresas, que se encontraban con profesionales júnior sin ningún tipo de experiencia laboral ni recursos para moverse con comodidad en el seno de una compañía. Éste es uno de los problemas que plantea solucionar el Plan Bolonia, «identificando las competencias que tendrán que adquirir los titulados. Aunque ya se sabe que la inserción laboral no depende únicamente de esto, sino también del estado de salud del mercado de trabajo. No obstante, los grados ahora no sólo preparan teóricamente a los estudiantes, también ofrecen tareas de acompañamiento, bolsa de empleo, orientación, inserción y prácticas. Aunque nunca es suficiente», explica Martí Parellada, coordinador general del informe CYD. Y, «en este aspecto se ha mejorado muchísimo», aplaude Gaspar Rosselló, secretario ejecutivo de la comisión de asuntos académicos de la CRUE y vicerrector de la Universidad de Barcelona, aunque la sensación que tienen los recién graduados no invita demasiado al optimismo. El Informe OIE sobre jóvenes y mercado laboral: El camino del aula a la empresa, asegura que los recién titulados «sufren una cierta decepción y desilusión cuando terminan sus estudios».
Los jóvenes que participaron en este estudio se preguntan qué papel ha jugado la universidad en su formación y se quejan de la escasa orientación laboral y la poca utilidad de las titulaciones para responder a las necesidades del mercado laboral. En el informe del Observatorio de innovación en el empleo también se recoge el gran desconocimiento que los titulados reconocen tener sobre el mercado laboral, lo que provoca inseguridad cuando se enfrentan a la búsqueda de un puesto de trabajo. Según los datos que arroja el estudio, «el 69% de los universitarios asegura no estar bien formado en la elaboración del currículo; el 83% indica que no sabe escribir una carta de presentación;el 81% afirma que no se le ha formado para enfrentarse a una entrevista de trabajo; el 84% no superaría una dinámica de grupo de selección de personal; y un 80% dice no haberse formado para salvar un test psicotécnico para un puesto de trabajo».
Con estas cifras sobre la mesa, bien pudiera parecer que el Plan Bolonia que buscaba, en palabras de Águeda Benito, rectora de la Universidad Europea (UEM), «escuchar a la sociedad y poner en el centro al alumno», no está cumpliendo su objetivo. Pero también es cierto que su aplicación «requiere un importante cambio de estructura por parte de las instituciones docentes», recuerda Benito. Una transformación que se ha topado con la crisis económica que ha dificultado su aplicación y con la resistencia de ciertas universidades que, según la rectora de la UEM, «siguen siendo el mismo perro con distinto collar, con los mismos profesores y los mismos departamentos» y apunta a que el plan «se ha puesto en marcha de manera más completa en instituciones académicas más innovadoras, más jóvenes y más orientadas al cambio».
En este sentido, Parellada apostilla que el cambio no es sólo de carácter administrativo, «es una metamorfosis en la práctica docente, en el tratamiento con los agentes sociales, y en generar las condiciones posibles para que los titulados mejoren en su empleabilidad. Un proceso de adaptación que requiere de más recursos de los que obtuvo en su día». Y que, además, debe enfrentarse a otros cambios que han levantado bastantes ampollas entre estudiantes y profesorado: el ya famoso 3+2. Rosselló recuerda que «la conferencia de rectores no se ha posicionado en desacuerdo con la flexibilidad en grados y másteres, pero sí ha dicho que no es oportuno el momento en que se propone el cambio». Y todo apunta a que no será el único. Águeda Benito asegura que habrá más, «pero no de tanto impacto para el estudiante. Entre otras cuestiones, se tendrá que aclarar cómo se reacreditan las titulaciones». Sin embargo, se lamenta Benito, «en el corto plazo no se van a romper las barreras que separan a las diferentes asignaturas que impiden que se pueda trabajar de manera más global».
El alumno
En esta nueva manera de entender la universidad el estudiante tiene más responsabilidad que hace años, cuando era sólo un sujeto pasivo que recibía las lecciones teóricas (en la mayoría de los casos) de los profesores. Ahora ya no basta con aprobar el examen de turno. El alumno debe ser el dueño de su propio itinerario académico, está obligado a asistir a clase y debe cumplir con los trabajos prácticos y acudir a seminarios. Asimismo, se acaba con la figura del estudiante eterno.
La universidad, por su parte, debe incluir, en el diseño de los nuevos planes de estudio, la definición, formación y evaluación de los resultados del aprendizaje que se debe adquirir en un título para que éste tenga «relevancia personal» o «relevancia para la sociedad». Así lo explican desde el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, que también apunta a que la preparación de un universitario para el mercado de trabajo no se refiere a la adecuación para un oficio concreto, sino a la adquisición de conocimientos junto con la formación en destrezas como la capacidad de análisis y síntesis, de resolver problemas o de aplicar los conocimientos adquiridos a la práctica en su campo de estudio.
Se trata, en definitiva, de «cambiar el foco de las titulaciones universitarias que antes eran únicamente de contenidos, y ahora se incide más en las competencias», explica Rafael van Grieken, director de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), quien también recuerda que con este acuerdo, que se enmarca en el Espacio Europeo de Educación Superior, se pretende facilitar la movilidad cualificada: «Que se reconozcan en los países adheridos la formación superior», lo que permite la empleabilidad de los jóvenes talentos dentro y fuera de nuestras fronteras. No sólo eso. Luis Cereijo, presidente de la Coordinadora de representantes de universidades españolas (CREUP), asegura que «el plan ofrece herramientas que permiten un mayor entendimiento y confianza entre el mundo académico y el del trabajo. Sin embargo, el plan en sí mismo no trae esta equiparación, ni la mejora de la empleabilidad, simplemente facilita hacerlo. En este sentido nuestro Estado y sus universidades deben facilitar el aprendizaje y evaluación por competencias, centrándose más en una enseñanza de habilidades y no sólo memorística centrada en los conocimientos, a la par que los empresarios (y no sólo las grandes compañías) deben asumir un papel más constructivo y menos impositivo en el diálogo con la universidad». En el fondo, lo importante es el futuro de los titulados.
El Plan educativo, al detalle
- El Plan Bolonia recibe su nombre de la Declaración de Bolonia que firmaron 29 países europeos en 1999, que tenía como objetivo el establecimiento para 2010 de un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) con el fin de facilitar la empleabilidad, la movilidad y el reconocimiento de los títulos universitarios en Europa.
- Se busca un sistema comparable de estudios de grado, máster y doctorado; una medida de trabajo y estudio del alumno fácil de medir y transferir, denominada crédito europeo; la movilidad europea e internacional;la garantía de la calidad de las titulaciones e instituciones universitarias; y conseguir el acceso a la universidad de cualquier persona con independencia de sus posibilidades económicas.
- Los planes de estudio constan de un total de 240 créditos europeos, normalmente distribuidos en cuatro años. Aunque ahora se ha planteado la aplicación del llamado 3+2. Una medida que, como explica Martí Parellada, coordinador general del informe CYD, «no se aplicó desde el principio, porque veníamos de licenciaturas de cinco años y pasar a grados de tres años hubiera sido un cambio muy sustancial».
- Con este nuevo plan todo contará para la nota final, es decir, a la nota de los exámenes se unen también las calificaciones por los trabajos fuera de clase, las prácticas externas (en empresas, administración pública, etcétera). Los sistemas de evaluación dependerán del plan de estudios de Grado de cada universidad. Estos criterios serán públicos, es decir, se conocerán antes del comienzo del curso.
- Las prácticas externas obligatorias no superarán los 60 créditos europeos.