La mejor receta para luchar contra los negacionistas, los conspiranoicos y los terraplanistas (especímenes del mismo coeficiente mental) es este documental de Al Gore, que en el año 2006 consiguió 2 oscars de la Academia de Hollywood y constituye un demoledor alegato en contra del calentamiento global y a favor de la ecología y la conservación de la fauna y la flora en nuestro planeta.
En este oscuro tiempo del Antropoceno, en el que las catástrofes naturales se vuelven cotidianas, voces como las del ex-candidato a la presidencia americana se convierten en imprescindibles. El film, por cierto, ha tenido, más recientemente, en 2017, una segunda parte, también muy recomendable: «Una verdad muy incómoda: Ahora o nunca», dirigido por Bonni Cohen y Jon Shenk.
Sorpresa, y gorda, ha sido el primer puesto del podio de este año, ante la manifiesta superioridad de 5 de sus rivales en número de nominaciones. Película, dirección, guion original, actriz principal (una semidesconocida Amy Madison) y montaje, para un 5 de 6 espectacular.
«Anora» es la historia de los amoríos entre una prostituta americana y un inmaduro y millonario joven ruso. Una visión indie (casi punki), con innegables influencias de Tarantino (incluso de Guy Ritchie), de la historia de Cenicienta (o de «Pretty Woman»). Ahí está el vídeo de esta extraordinario film, comedia de acción más que novela romántica, en la que la protagonista se come la pantalla y gana, con justicia, el oscar, ante rivales de más enjundia).
Las otras ganadoras
3 premios de 10 posibles se llevó «The Brutalist», la ficticia biografía de un arquitecto judío, huido de la Europa de los nazis, que encuentra la protección de un millonario mecenas en los EEUU. Curioso que Adrien Brody gane su segundo óscar por un papel muy similar al del primero («El pianista»). Las otras estatuillas fueron para fotografía y banda sonora.
«A real pain» fue la pequeña triunfadora de lo noche, si un oscar de una nominación significa un 100% de éxitos (que va a ser que sí). Cuenta el viaje que realizan dos primos a Polonia, para visitar el campo de concentración donde estuvo internada su abuela. Es una película con un estupendo guion, que bien podía haber optado a premio. Kieran Culkin está magnífico, pero ya practicó el mismo papel en la aclamada serie de TV «Succession», con lo cual el mérito es, quizás, relativo.
La pedrea
La mejor película del año, «Emilia Pérez», obra maestra del cine musical e impresionante «tour de force», que expone una disparatada historia de manera fastuosa, solo se llevó 2 de los 13 oscars a los que estaba propuesta. Carla Sofía Gascón, en un excelso trabajo, podía haberse llevado el premio a la mejor interpretación secundaria (si hubiera estado nominada en esa categoría), del mismo modo que Zoe Saldaña, más protagonista que su compañera, hubiera sido dignísima ganadora del principal (si la Academia le hubiese requerido para ello).
«Wicked» y «Dune: Parte 2», se repartieron premios técnicos. La primera, precuela de «El mago de Oz» es musicalmente brillante (Cynthia Erivo hace gala, una vez más, de su tremenda voz). La segunda destaca por sus escenas bélicas, pero aburre en su faceta histórica-filosófica.
«La sustancia», primera incursión del cine «gore» y desagradable en los Oscar, cuenta con una correcta (sin más) interpretación de Demi Moore (estaba mejor en «Ghost», pero allí ni la nominaron). El miedo a envejecer, en forma de excesiva tragedia griega, solo se llevó el galardón a los mejores efectos de maquillaje.
Mención aparte merecen las 2 últimas películas con premios de consolación, pues son dos premios importantes. «Cónclave» se llevó el de mejor guion adaptado (aunque estaba nominada en 8 categorías). Es la historia de la reunión de cardenales durante el período de «sede vacante», pero contada en forma de «thriller».
«Aún estoy aquí» fue la mejor película internacional. La pongo en la pedrea porque tenía otras 2 nominaciones, aunque en Brasil no aceptarían que no figurase entre las grandes triunfadoras. Fernanda Torres no hubiera desentonado en el palmarés, pues borda el papel de mujer de un antiguo senador desaparecido en tiempos de la dictadura.
Las perdedoras
La gran derrotada de la noche fue «Un completo desconocido», biografía de Bob Dylan en sus primeros pasos en la música y en su oscilante deambular entre el folk y el rock. Impecables trabajos de Timothy Chalamet (el mejor del año, con permiso del protagonista de «Las vidas de Sing Sing») y de Mónica Barbaro (en el papel de Joan Báez). Y, por supuesto, emocionantes canciones (interpretadas excelentemente por los propios actores) que ponen los pelos de punta.
Dejo para el final un par de films que han pasado algo desapercibidos, quizás por su falta de distribución y/o publicidad.
«Los chicos de la Nickel» cuenta la escalofriante historia de los malos tratos en un reformatorio para adolescentes conflictivos. Apreciable falso documental, está lastrado, quizás, por un abusivo uso de la cámara subjetiva y un desmesurado montaje.
«Las vidas de Sing Sing» es la sentida narración de las actividades de un grupo de teatro en una cárcel de máxima seguridad. Emotiva y desgarradora, cuenta con un eminente Colman Domingo como protagonista, y unos cuantos presos que no son actores profesionales no porque no lo merezcan, sino por sus desgraciadas circunstancias personales.
No sé si existe un nombre para este ser que acaba de nacer. Si se trata de una quimera o un híbrido, es algo que se me escapa. Los científicos de Colossal, una empresa dedicada a resucitar animales extintos (muy parecida a InGen, el ficticio negocio del inefable John Hammond en «Parque Jurásico» (Michael Crichton, 1990, ver entrada dedicada), no ocultan su intención de resucitar mamuts o elefantes lanudos, los remotos antepasados de los elefantes.
De momento, por el camino, han creado una especie nueva. Al roedor tan majete de la foto lo han denominado «ratón lanudo» y es producto de haber insertado a ratones normales siete genes de mamut relacionados con el crecimiento y el color del pelo.
El genoma del mamut es muy similar al del elefante asiático y procede de fósiles, extraordinariamente bien conservados, descubiertos al haberse descongelado el permafrost siberiano debido al calentamiento global. El biólogo de Harvard George Church, uno de los fundadores de Colossal, sostiene que es posible recuperar a los remotos proboscídeos e integrarles en hábitats parecidos a aquéllos que les vieron vivir. La iniciativa cuenta con donaciones millonarias de famosos como Thomas Tull (productor de la película «Jurassic World») o Paris Hilton.
Posiblemente sea injusto que en el país que presume, y con razón, de tener todos los récords de donaciones y de trasplantes de órganos del mundo mundial, este señor sea (haya sido) un gran desconocido.
Ha muerto, a los 88 años de edad, James Harrison, con esa cara de bueno (la foto es de hace 7 años, del día de su última donación) con la que paseó su generosidad toda su vida.
El «hombre del brazo de oro», como le llamaban en la Cruz Roja australiana, comenzó a donar plasma en 1954, cuando tenía 18 años y mantuvo esa costumbre hasta los 80 años, edad a la que legalmente ya no está permitido.
Solo por esa trayectoria ya merecería un premio de la prestigiosa ONG o de su ciudad natal, como ciudadano ejemplar, pero es que su sangre, además, era valiosísima, pues poseía anticuerpos anti-D, decisivos en el tratamiento de la incompatibilidad Rh. En esta enfermedad, una mujer Rh- (que tiene anticuerpos anti-Rh producidos por un embarazo previo) provoca la destrucción de los hematíes del segundo niño (si éste es Rh+). Sobre todo al final (período en el que hay un gran contacto entre las sangre de madre y feto), el destrozo de los glóbulos rojos del futuro vástago puede ser letal y, cuando no lo es, el recién nacido puede nacer con graves malformaciones.
Los anticuerpos anti-D bloquean la proteína «extraña» en los hematíes del feto y así el sistema inmunitario de la madre no la detecta, lo que impide que los destruya con sus propios anticuerpos. En fin, cosa que parece ininteligible, pero que, si queréis, os explica el siguiente artículo.
Volviendo a James Harrison, hay que decir que en el 2005 fue reconocido como el mayor donante de sangre del mundo, con 1173 extracciones realizadas («padecidas», porque tenía miedo a las agujas). Ese número es espectacular, pero mucho más lo es el cálculo de los médicos (pediatras y hematólogos): unos 2,4 millones de bebés han logrado sobrevivir gracias a la sangre de este hombre extraordinario.
Una muerte plácida, mientras dormía, en una residencia de ancianos de Sidney, se antoja magro premio para su inmensa labor. Descanse en paz, persona buena y generosa.
Cuando los grandes del cine clásico desaparecieron (el último, Kirk Douglas), los cinéfilos nos agarramos a los que habían sido nuestro ídolos cuando éramos quinceañeros: Dustin Hoffman, Al Pacino, Robert de Niro, Jack Nicholson …
Hackman quizás no formara parte de ese escogido grupo de dioses consagrados, puede que por una carrera no tan espectacular como la de ellos, pero siempre mantuvo unas cualidades interpretativas, sin ningún género de dudas, superlativas.
Muerto en lamentables circunstancias, en estado de abandono, parece ser que no se enteró (tenía demencia) del fallecimiento de su mujer, días antes. El actor californiano, de 95 años, retirado del cine desde hace 20 años, había encontrado, en la escritura, la afición perfecta para un jubilado famoso.
Debutó tarde en el cine, a los 30 años, y fue gracias a un Warren Beatty ya consagrado que consiguió su primer rol importante, en «Bonnie and Clyde» (Arthur Penn, 1967). Beatty le había conocido en «Lilith» (Robert Rossen, 1961).
La fama, sin embargo, no le llegó hasta 1971 con su «Popeye» Doyle, el policía violento y racista de «The French Connection». La película, dirigida por William Friedkin, fue galardonada con 5 oscars (entre ellos, el de mejor película) y supuso su primera estatuilla. Ahí tenéis el vídeo de la famosa escena, rodada en Nueva York, del coche que persigue al metro.
Después de este thriller, se hartó de trabajar, y, en los siguientes años protagonizaría inolvidables títulos, como «La aventura del Poseidón» (Ronald Neame, 1972), para mi gusto, la mejor película de catástrofes de la historia (¡que no se me enfaden los fans de «Titanic»!), «Muerde la bala» (Richard Brooks, 1975), que supuso su primera incursión en el western, y «La conversación» (Francis Ford Coppola, 1974), en un extraordinario trabajo, dando vida a un extraño y meticuloso experto en escuchas telefónicas. El film obtuvo el Gran Premio en el Festival de Cannes. Ahí están dos vídeos más: el primero es un documental en el podemos oír al actor describiendo pormenores del rodaje (se aconseja seleccionar los subtítulos en español y quitar los ingleses). En el segundo, Harry Caul soporta como el traductor automático de subtítulos destroza el castellano (casi mejor no configurarlos).
El cine de superhéroes le reservó también un papel. Hizo de Lex Luthor (el malo oficial de la franquicia), en «Superman» (Richard Donner, 1978). Él y Marlon Brando fueron los reclamos en taquilla, pues Christopher Reeve era desconocido, y Margott Kidder, casi. Repetiría en «Supermán II» (Richard Lester, 1980).
Años después, en «Arde Mississippi» (Alan Parker, 1988), dio vida a un policía honrado y socarrón que investiga la desaparición de tres activistas por los derechos civiles en el profundo sur. Un rol, por cierto, que recuerda al que hizo Sidney Poitier en «En el calor de la noche» (ver entrada dedicada a Norman Jewison).
Del resto de su carrera tengo que destacar 2 obras de Clint Eastwood (como sabéis, correcto actor, extraordinario director): «Sin perdón» (1992), obra maestra del western, y uno de los mejores de la historia (con permiso de John Ford), y «Poder absoluto» (1997), notable thriller, en el que interpreta a un corrupto y machista (¿os suena de algo?) presidente americano. Termino con vídeos de ambas. Sirvan de despedida a un inolvidable Gene Hackman.
Como buen aficionado a la ciencia ficción, estoy enganchado a «The Expanse», la estupenda serie de Prime Vídeo. El eje central de la trama (lo que los cinéfilos llamamos el «macguffin») es la existencia de la denominada «protomolécula», un arma de destrucción masiva que puede cambiar el destino del universo.
La similitud terminológica no es el único punto de contacto entre el «novelón» televisivo y el experimento que nos ocupa. Algún científico habla ya de la posibilidad de encontrar esas «protocélulas» en otros planetas.
Pero vayamos por partes. Desde hace muchos años se ha convertido en habitual, entre los químicos más bien, pero también entre los biólogos, el término «caldo primordial», que define a una mezcla de agua, nitrógeno, metano y amoniaco que, sometida a descargas eléctricas, produce nucleótidos esenciales para la formación de las proteínas (Stanley Miller, 1953).
Hasta ahí, todo bien. Pero el tema ahora ha cambiado, y de manera exponencial. En San Sebastián, un equipo liderado por el geólogo español Juan Manuel García Ruiz (Sevilla, 71 años), en el que ha colaborado su colega alemán Christian Jenewein, ha localizado, reeditando el experimento de Miller (cambiando solo, al parecer, el material del recipiente original, que era de vidrio, por el teflón) unas estructuras, como vesículas (ver imagen de arriba)), que encierran los elementos fundamentales.
Pero nos surgen las dudas (que también tienen, por cierto, los autores del estudio): ¿Se pueden considerar seres vivos a esos ladrillos? ¿Son solamente productos químicos? ¿Dónde estaría el límite, es decir, cuál sería el origen de la vida?
Los creacionistas hablarían de los límites entre lo divino y lo humano. Los científicos argumentan ahora que las diferencias entre la vida y la «no vida» es cada vez más imprecisa. Los seres vivos son células, pero la química que las origina, que da lugar a la aparición de los aminoácidos no es vida (al menos, no todavía).
¿Es arriesgado denominarlas «protocélulas»? Pues hombre, teniendo en cuenta que el británico Robert Hooke ha pasado a la historia de la ciencia como el «descubridor de las células» (por identificar, en 1665, lo que no eran sino celdas que habían encerrado células) , bien se puede hablar en esos novedoso términos sin temor a que la posteridad nos excomulgue.
Y, por supuesto, la connotación del potencial destructor de la ficticia «protomolécula», queda descartada. Y fuera películas. De momento, je, je.
Haz clic aquí, para acceder a un completo artículo sobre el tema.
La historia de esta mujer es para escribir una película, y no el cortometraje con el que Rafa Arroyo (1989, Ciudad Real) competirá en los próximos premios Goya.
Jubilada, de 71 años, acogía en su casa a mujeres maltratadas, quizás para superar su propio traumático pasado. Un día resolvió rebelarse contra las terribles circunstancias de los chavales subsaharianos a los que daba clase de español en el parque. Un grupo de ellos pasó, de dormir en la calle, a convertirse en inquilinos «todo gratis» en su casa. Mientras seguía con sus lecciones, les iba gestionando papeles y hasta les conseguía trabajo.
Los siguientes pasos fueron la fundación de la ONG «Somos Acogida», que se hizo famosa en el barrio de Hortaleza, y, desbordada por el éxito de su iniciativa, el traslado a su casa natal de La Puebla de Almoradiel (Toledo), donde la organización cuenta con el apoyo de los vecinos y el Ayuntamiento.
Por la Asociación ya han pasado decenas de chicos que, de no tener un futuro, han convertido su vida en esperanza.
Os pongo un artículo de un periódico de Castilla- La Mancha, en el que podéis acceder al tráiler del documental (haciendo clic aquí), una entrevista con la singular protagonista de esta entrada (haciendo clic aquí) y el acceso a la página web de la ONG (haciendo clic aquí).
Si no hubiera visto hace poco en el teatro Español de Madrid una versión de «Luces de Bohemia» no se me hubiera ocurrido ese título. A los «esperpentos» de Valle Inclán, poco se les puede discutir. Tampoco voy a ponerme a criticar , en general, la filantropía. Ya lo hacen muchos en las redes. Es una práctica aceptable y ética, una muestra de generosidad de quienes tienen mucho dinero, y, a veces, buenas ideas también para gastar algunos duros. Por supuesto es, además, una hábil maniobra de ingeniería financiera y una operación de marketing magnífica, que mejora estratosféricamente la imagen de la empresa o el individuo protagonista.
Un paciente, a punto de ser «abducido»
Una máquina de protonterapia es un complicado artilugio de tratamiento contra el cáncer, el último grito en las técnicas de radioterapia. La maldita enfermedad, cada vez más cercada por las nuevas tecnologías, como el PET (Tomografía por Emisión de Positrones) que diagnostica tumores a nivel celular, o estos mismos aparatos, que lanzan protones contra los tumores.
Y ahora viene lo del «esperpento filantrópico». El problema es que toda esta parafernalia es carísima. Amancio Ortega, hombre estupendo donde los haya (nadie duda de su buena voluntad) ha donado nada menos que 10 de estos aparatos (cada uno vale unos 28 millones de euros) a la Sanidad Pública española, sin tener en cuenta que no hay profesionales con la formación precisa para su manejo. Y no es cuestión decidir si el dinero estaría mejor gastado en la construcción de un hospital en Gaza o en el suministro de maquinaria pesada para las zonas afectadas por la DANA en Valencia, porque una cosa no quita las otras. A todos nos consta que el empresario gallego está implicado en muchas otras obras benéficas, pero ello no es óbice para denunciar el grave problema de formación de los médicos en las nuevas tecnologías, ejemplo donde los haya de las tremendas servidumbres de la medicina patria, sanitarios admirables luchando por salvar un sistema que se les escapa.
No hablaré, de momento, de las graves carencias de médicos en muchas especialidades o del afán privatizador de algunos políticos. De momento.
Asombrado y entusiasmado salí hace unos días de Teatro de Rojas, en Toledo, tras asistir al espectáculo de este indescriptible grupo canadiense (que lleva ya 20 años en escena, aunque por estos pagos es bastante desconocido). Os aseguro que, a pesar de haber ido a muchos conciertos, no había visto nunca nada igual.
El montaje, titulado «Playing Tom Waits» quiere ser un homenaje al cantautor (y apreciable actor) norteamericano, que, con su voz de ultratumba, tiene escritas (e interpretadas, aunque esto es opinable), unas cuantas páginas excelsas de blues y soul. Pero eso no es más que una excusa, porque el «circo» que se montan en escena los seis integrantes actuales de esta peculiar orquesta es un delirante caos «organizado» repleto de imaginación y con un desbordante humor.
Desde luego, la «performance» tiene mucho de «Les Luthiers», con instrumentos caseros y procedentes del reciclaje, menos sofisticados y «académicos» que los fabricados por los geniales argentinos, pero con un toque más de locura, como si el síndrome de Diógenes se hubiera apoderado del «tablao». Se aportan, además, elementos musicales de grupos como Pentatonix y sus poderosas armonías vocales. Si a ello añadimos que las dos chicas y los cuatro chicos son todos verdaderos multiinstrumentistas, además de estupendos actores, la fiesta está servida.
El siguiente vídeo es un resumen de lo que sucede en el espectáculo. Se tocan inusitados objetos, se emplean alimentos variados como instrumentos (¡espaguetis!), se consumen mandarinas o chocolate (y líquidos por identificar) y se aporrea sin piedad cualquier tipo de material (incluso humano) con cacerolas, sartenes o martillos, además de sorprender (aún más) al público con el lanzamiento de confetis, serpentinas, papel higiénico o madejas de lana.
Ni que decir tiene que, en este espectáculo concreto, varios de los integrantes del conjunto «clavan» la voz y la forma desgarrada de cantar de Tom Waits, como habéis podido comprobar.
Y para terminar, un extracto de «Kitchen Chicken», un tema en el que suenan (al fin), voces «puras» en el show
Muy divertido y recomendable espectáculo. Para todos los amantes de la música, y del humor, en general. Genial e inclasificable.
Hace tiempo que no escribía de baloncesto, pero lo sucedido al final de la primera prórroga del partido Eslovaquia- España, de clasificación para el Campeonato de Europa, ha hecho que me vea en la imperiosa necesidad de hacerlo. Cierto que, en este sentido, es decisivo mi pasado como árbitro.
Está meridianamente claro que se necesitan al menos 8 décimas de segundo para anotar una canasta después de recibir el balón. Por supuesto, ese tiempo incluye el agarre del balón en buena posición y el tiro, después de apuntar mínimamente. Obviamente, no estoy hablando de un palmeo (eso solo requeriría una décima).
Quedaban 4 décimas. España perdía por tres puntos. En el momento que refleja la foto, el jugador español ha tocado ya el balón para interceptarlo. Mario Ihring ha sacado torpemente (a pesar de ese fallo, se marcó un partidazo), y el reloj marca 0,3 segundos cuando Yusta se dispone a tirar (puede verse arriba, en rojo) . Al salir el esférico de su mano, un instante después, el crono marca 1 décima. El mecanismo automático del reloj denuncia el final del partido, al hacer sonar la bocina. Los árbitros anulan la canasta, que ha entrado de manera inverosímil (no es ocioso citar que 6 segundo antes, con España perdiendo de 6, Santi Yusta había «clavado» otro triple disparatado desde 10 metros). Poco después, tras la revisión, no pueden hacer otra cosa que dar por buenos los tres puntos, pues las imágenes son irrefutables. Y los equipos se disponen a jugar una segunda prórroga (que daría la victoria a España).
Ahora veamos el vídeo completo de la jugada.
El comentarista inglés no da crédito a lo sucedido. Pero… ¿qué es lo que ha sucedido? Un impenitente forofo no tendría dudas: gran error del jugador eslovaco y acto heroico del de Scariolo.
Señores, hay una cosa que para mí es indudable: con 4 décimas por jugar, a Yusta le da tiempo a cortar el balón, que cae al suelo, a cogerlo, y a tirar. Pero para eso hace falta, al menos, el doble de tiempo. El individuo del crono pone el reloj en marcha mucho después de tocar el balón nuestro héroe. Por lo menos, 5 décimas después. Lo suficiente para tirar y encestar, si se tiene suerte.
El fallo del cronometrador es de primero de cursillo de anotadores, al no darle al botón cuando toca el jugador español. Y es un fallo no corregible por los árbitros, que solo tienen como prueba las imágenes del reloj oficial. Eslovaquia puede quedar eliminada del Europeo por un fallo humano, pero no de uno de sus jugadores.
El deporte fue injusto, esta vez, con el equipo centroeuropeo. Porque la tecnología dictaminó que la canasta fue válida, y no era posible certificar que había habido un fallo humano.